sábado, 25 de abril de 2020

Sobre el coronavirus y la suspensión de nuestras libertades


A raíz de la crisis del coronavirus, se ha creado una falsa dicotomía entre salud y economía, a veces sugiriendo que la derecha pone por encima la economía y que la izquierda se preocupa más de la salud de los ciudadanos. Esto tal vez sea así en el caso de algunos políticos del Partido Republicano en Estados Unidos, pero no creo que sea el quid de la cuestión. Presupongo que ninguna ideología defiende la muerte ni la pobreza como seña de identidad, aunque ciertamente hay políticas que nos acercan más al abismo que otras. Sin embargo, hay un tercer factor al que hemos renunciado de forma acrítica: la libertad, que a mí me parece más relevante que la caída del Producto Interior Bruto y tan importante como la propia vida (pues esta, sin libertad, se convierte en mero simulacro y pierde gran parte de su valor). 

Hay que salvar el mayor número de vidas, comprometiendo lo menos posible la economía. En eso coincidimos todos. Pero nadie habla de recuperar nuestras libertades, enormemente menoscabadas a día de hoy, como si esta cuestión esencial no tuviera trascendencia. Al menos a mí me llama la atención que hayamos renunciado a casi todo, hasta no se sabe cuándo y sin siquiera planteárnoslo. Incluso hay quien defiende alargar este confinamiento estricto durante varios meses más (algo que no va a suceder ni siquiera en España, donde están siendo más timoratos que en cualquier otro país de nuestro entorno a la hora de planificar la desescalada).

Es evidente que no vamos a seguir encerrados por culpa de este virus hasta que aparezca una vacuna testada eficazmente (al parecer puede tardar más de un año, si es que llega). Tampoco creo razonable mantener la cuarentena hasta que no tengamos ni un solo caso. Más pronto que tarde, habrá que aprender a coexistir con el coronavirus, igual que lo hacemos con otras muchas causas de mortalidad, incluso a diario.

La seguridad absoluta no existe. Es inútil aspirar a ella, y tampoco vale la pena que sacrifiquemos la libertad en aras de una seguridad total que, de todos modos, nunca alcanzaremos. Como ciudadanos, es nuestra obligación mantenernos vigilantes en vez de aceptar sin más todo lo que se nos impone en aras del “bien común”.

¿Tan alto es el grado de anestesia en el que nos hallamos? ¿Tan poco necesitamos el aire libre y el contacto humano, mientras tengamos suficiente evasión en los domicilios donde nos han encerrado a la fuerza?

Dicen que el mundo no volverá a ser como antes. No es que tuviera idealizada la situación antes de la pandemia. En muchos aspectos, el mundo era un desastre antes y lo seguirá siendo después, con el agravante de los fallecidos y del empeoramiento en las condiciones de vida que sufrirá parte de la sociedad. Pero un futuro donde las personas vivan aisladas, con más miedo y menos libertades, sin atreverse a mostrar su afecto, a trabar nuevas relaciones o a vivir en plenitud por temor al contagio, me resulta infinitamente más aterrador que el coronavirus.  

domingo, 23 de febrero de 2020

Cariño




Dices que siempre me tendrás cariño.
Siempre: qué palabra tan excesiva.
También dijiste que me amarías siempre,
que querías envejecer a mi lado
y tantas otras cosas.

Pero, admitámoslo,
el cariño puede durar más que el amor.
Tal vez sí puedas guardarme cariño
en lo que me reste de vida.

Cariño.
Como yo se lo tengo a algunos objetos,
o a las plantas que no he sabido cuidar
y que han muerto en silencio.
Como se lo tengo a animales que ya fallecieron
y que iluminaron mi existencia con sus breves correrías.

Tu cariño me duele como el látigo del tiempo.
Tus palabras amables de ahora
alteran tus apasionadas muestras de amor del pasado.
Las vuelven irreales,
como un sueño bonito
del que tardé demasiado en despertar.

Por eso, a veces, te pido que me olvides.
Mas lo hago con poca convicción,
porque olvido también es una palabra excesiva.

domingo, 9 de febrero de 2020

Desamor


El tiempo que pasamos juntos no fluye con la ligereza de antaño. Crecen los silencios, ya no cómplices sino arduos; más fríos que íntimos. No se fusionan nuestras mentes ni nuestros cuerpos. Los reproches han sustituido a las bromas, a las canciones y bailes ridículos que tanta risa nos provocaban. Incluso las caricias se han vuelto tenues, como si nuestras manos supieran que cada contacto puede ser el último, y que más vale ir haciendo hueco a la soledad. 

Dices que me quieres, pero hay un pero en tu voz y una duda en tus ojos. Ya no fantaseas con un futuro grandioso y pequeño, donde solo cabíamos tú y yo. Piensas alternativas, reescribes tus deseos para que los míos no se interpongan en tu camino.

Sé que no he estado a la altura de tus expectativas. Si te sirve de consuelo, también yo me he decepcionado. Quizá te haya perdido por no saber encontrarme. No puedo culpar a la mala fortuna, cuando yo mismo he ido llamando al desastre con ecos que al principio parecían inaudibles, y que impregnaron mi ánimo de desesperanza. Atrapado en la inacción, incapaz de dar un paso sin trastabillar, me he hundido en la ruina de mis dudas.   

Saber que te quiero, o incluso que tú me quieres, no lo hace más fácil sino más doloroso. Los latidos de mi corazón menguan en su propio laberinto. La capacidad de sentir se ha convertido en un lastre, en un reactor de angustia que combustiona el día a día, que modifica la hora de los relojes para detenerla en un punto al que ya no regresarán. No puedo volver al minuto en que fui feliz, ni puedo avanzar una sola fecha en el calendario de mis sentimientos. Me he congelado en un charco de lágrimas, aquellas que derramamos en nuestros últimos encuentros, aquellas que revelan que, incluso al abrazarnos, nos hacemos daño. 

Y, pese a ello, veo mi vida rodeada de tu ausencia, y es la isla más triste que alcanzo a imaginar. Una isla tan solitaria que podría hundirse discreta en el océano, como la mano temblorosa de un niño que persigue una estrella en la noche más oscura.  

miércoles, 22 de enero de 2020

Insomnio


La mente golpea como un martillo con sus pensamientos indeseados. Acumula bilis durante el día para volcarla en el momento del descanso. Ideas estériles, mantras repetitivos que giran una y otra vez sobre lo mismo, sobre nada, impidiéndote conciliar el sueño.  

Sueñas con dormir. Lo deseas con toda tu voluntad. Pero el cerebro, ese ente extraño en tu cabeza que parece separado de ti, no lo permite. Sus neuronas se niegan a desconectarse. Insisten en alterar el flujo de tus latidos, en desequilibrar el ritmo de tu respiración. Tratas de concentrarte en ella, pero lo impide una fuerza superior a ti. Saltas de una cosa a otra en un terremoto silencioso que se alarga durante horas. De nada sirve probar todas las posturas, darle la vuelta a la almohada o a ti mismo, levantarte al baño o a la cocina, tratar de despejarte. Los bostezos solo incrementan tu ludibrio. 


¿Por qué no puedes dormir? Para muchos es tan sencillo como cerrar los ojos y dejar que las sábanas acaricien su cuerpo. Para ti se ha convertido en el calvario de cada noche. No hay remedio que alivie tu problema. Retrasas la hora de acostarte con la ilusión de sofocar el drama: solo es un engaño. Esperar a la madrugada reafirma tu miedo. El fantasma del insomnio acecha durante el día y aparece puntual en el instante preciso.

Pierdes la noción del tiempo hasta que los rayos del sol revelan la llegada del amanecer. Otra noche en blanco; en realidad muy negra, cementerio de pensamientos fútiles. Te aguarda otra jornada donde tu atención se verá disminuida, el trabajo resultará abrumador y el placer inalcanzable. Pero lo peor será el retorno de la noche, la nueva y desigual batalla con tu mente.     

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Adicciones


Crees controlarlo. Solo tomas una pastilla, nunca más de tres copas. Solo apuestas el fin de semana. Con el tiempo, las normas se flexibilizan. Cada día un poco más. Por una vez no pasa nada. Hoy tienes algo que celebrar, mañana algo que lamentar. El consumo aumenta, pero sigues engañándote sobre tu capacidad de gestión.

Si quisiera podría dejarlo, aseguras ante los otros o en tu fuero interno. Pero en realidad no lo intentas. No tienes el menor deseo de reducir o anular tu adicción. Se ha convertido en tu compañera más fiable y en tu mejor confidente, a la que puedes recurrir cuando lo demás falla: la víbora que te abraza sin juzgar, aportándote la relajación o la adrenalina que compensa los sinsabores de la vida diaria.

No lo necesito. Solo es una forma de divertirse como otra cualquiera, te dices a ti mismo. Pero si no lo tienes te pones nervioso. El mundo se torna gris y cualquier cosa se convierte en una molestia insufrible. Llega un momento en que te ocultas de la gente, porque no comprenden la intimidad que mantienes con tu adicción (aunque, por supuesto, no la denominas así, esa palabra suena muy mal y no hace justicia a la naturaleza de vuestra relación).

Te hundes en la adicción, nadas en ella huyendo de ti y de los demás. Lejos, muy lejos, quieres distanciarte de quienes no te entienden, de los que se niegan a aceptar tus excusas (aunque tú las llamas razones o motivos, los tienes de sobra para comportarte de esa manera). Dejad de meteros con mi vida privada. ¿Qué os importa a vosotros?, gritas inflado de rabia.

Ya estás a solas con ella. Por fin ha conseguido tenerte en exclusiva, apropiarse de ti. Tu salud, tus finanzas, tu estado de ánimo se resienten. Por mucho que aumentes la dosis, no logras el estallido de adrenalina o la dulce evasión que mecía tu mente con la suavidad de una brisa marina. Los mundos ilusorios que se abrían ante ti, los goces sinfín se han convertido en un pasillo oscuro, interminable, cuyas salidas han quedado cercenadas por tu propio orgullo.

Tu cuerpo y tu cerebro claman por otra dosis. Estarían dispuestos a cualquier sacrificio, a cualquier humillación por recuperar una dosis que les devolviera la sensación primigenia. Pero no hay forma de conseguirlo. Ni siquiera combinando varias adicciones alcanzas el mismo resultado. Nada basta, y los periodos en los que no puedes permitirte tu dosis se tornan pozos negros de los que emerges con dificultad creciente. Tu memoria se vuelve confusa, tu propio rostro se ha convertido en un fantasma y tus músculos pesan tanto que a duras penas logras moverte.

En tus escasos momentos de lucidez, comprendes que una nueva dosis quizá resultaría mortal. Pero también seguir sin ella se parece a la muerte. Y te preguntas si no será la muerte lo único que te permita recuperar por un instante el placer perdido, antes de desvanecerte en el que, a estas alturas, se antoja el único desenlace posible.

A lo mejor todavía haya algo en la vida por lo que merezca la pena luchar. Pero el pasillo donde te asfixias es tan angosto, y la opresión que sientes en el pecho tan fuerte, que no alcanzas a imaginar de qué se trata. Tal vez una mano amiga podría sacarte de este infierno, mostrarte un camino lleno de pinchos y esperanza, una crucifixión con final feliz. Pero has mordido cada mano que quiso ayudarte, has arrojado al vacío todas las llaves y las puertas de salida se han desvanecido para siempre.

Tu vida es este pasillo. La adicción te domina por completo, y no te dejará escapar hasta que le hayas entregado la última gota de tu ser.      

martes, 5 de noviembre de 2019

Mala memoria


Hoy me di cuenta de algo trágico: no me acuerdo de casi nada. No recuerdo mis viajes, no recuerdo el rostro de viejos amigos, no sé qué comí ayer. Una memoria pobre es el caballo de Troya de la imaginación. En ausencia de recuerdos firmes, solo nos quedan los embustes. A falta de creencias, espejismos de paja. Nos entregamos a frágiles materiales, a consejos estúpidos seguidos a pie juntillas.


El surrealismo es pureza. Las luces que parecen alumbrar desmontan el circo de la memoria. El terremoto de la lógica ha sido arrasado por el vendaval de la fantasía. La magia se ha convertido en ropa tendida que apestará al amanecer. La guerra es aquello que sucede entre el orgasmo y la menopausia. Las mujeres duermen cuando los topos aúllan desesperados como lobos en medio del desierto.

El combustible de la realidad ardió en el caldero de la ficción. De sus brasas surgió una llama líquida que incendió tres planetas por capricho: no se alinearon con su estrella.

La luz celeste se refleja en el dedo de un chimpancé cojo, que en vano trata de atraparla para hacerse un sombrero. Los insectos caen sobre mí como la sombra de una trinchera.

La naturaleza de la existencia es el olvido. Se han extinguido millones de especies sin que les hayamos dedicado ni una triste poesía. Y nosotros aún esperamos alcanzar un sentido de trascendencia, la túnica que cubra las miserias de la noche oscura.

domingo, 6 de octubre de 2019

Tedio


Tedio: el cataclismo de nuestros tiempos. La ineludible tentación del alcohol. El desahogo inútil de las palabras. 

Pueblan mi mente los sonidos del bosque. Grillos imaginarios atraviesan la noche. Estornudo setas y me indigesto con comida basura. Los nutrientes no escalan la exigua cima de mi mente. Se quedan atrapados en la trampa mortal de mi estómago. 

La noche huele a decepción, fragancia barata de un cuerpo que (descomponiéndose) se mueve por impulsos mecánicos. 

La vida es simple cuando no le pides nada. Pero no paramos de exigirle cosas, como si nuestra respiración fuera su hipoteca. A la vida solo le importa su propia preservación. Las tragedias de los individuos son un estorbo en sus propósitos. 

La noche se vuelve fría. Cada luz de cada ventana es un astro desvaneciéndose en mi retina. Podría ser diferente. Todo podría serlo. La Tierra podría ser cuadrada si la mente se lo propusiera. Y, sin embargo, cada rutina insignificante parece tan inamovible como la eternidad. Cada persona es una estrella en mis manos, y también es el charco escupido por un gigante que sueña con enanos.  

Todo lo que escribo es inútil. No puede cambiar nada, ni siquiera a mí mismo. Ojalá pudiera esconderme en la sima de mis novelas. Sustituiría el mundo por palabras: los huracanes por tildes, los terremotos por diéresis y los maremotos por paréntesis. 

Es una tentación poderosa regodearse en el fracaso. Sus tentáculos me abrazan con misericordia. Han fracasado tantos antes que yo que sin duda me hallo en compañía de excelentes personas, llenas de talento, vicios y anécdotas a relatar en el purgatorio interminable de los artistas mediocres. Por desgracia, el aguijón de la escritura golpea sin distinción a los genios y a los torpes, a los holgazanes y a los trabajadores. 

Te obsesionas con tu pequeño mundo de palabras, que crees gobernar y que en realidad te somete con la fuerza de tus más bajos impulsos. Así un cuaderno fundado por el amor se convierte en la entelequia de un loco. 

Empiezo a escribir palabras solo porque suenan bien, sin preocuparme de su significado. Quizá por un casual haya encontrado el sentido de la poesía.