Termina un año en el que
he aprendido mucho, he conocido a personas valiosas y he vivido experiencias
nuevas. He cursado un máster en Barcelona sobre periodismo cultural muy interesante, que ha ampliado mis horizontes laborales e intelectuales, y he tenido la oportunidad de publicar unos cuantos artículos en un medio tan importante como El Periódico de Catalunya, por ejemplo entrevistas a escritores de renombre internacional. Ahora estudio Marketing en Zaragoza y dentro de poco empezaré a trabajar en este sector, que si bien no encuentro tan romántico como el periodismo o la literatura, no deja de ser enriquecedor. En resumen, si he de hacer balance sería muy positivo.Para el 2014 tengo ideas, proyectos,
ilusiones, sueños, dudas… pero sobre todo mucha esperanza. A pesar del contexto
complicado, veo el futuro lleno de oportunidades (y si no las hay, tendremos
que inventarlas).
En lo que respecta a la
literatura, también ha sido un año muy productivo. Estoy a punto de terminar la
revisión de mi novela. Después de varios intentos fallidos (los primeros cuando
apenas era un niño o un adolescente), por fin ha llegado la hora de
aventurarse en el género. Cuando la termine estudiaré la mejor manera de publicarla,
ya sea con una editorial tradicional o por mi propia cuenta. Además, en los últimos
días he recibido diez ejemplares del libro de Mecenix, que me veis sosteniendo
en la foto, por el último concurso en que me premiaron. Aunque se trate de algo
modesto, no deja de ser una manera grata de acabar el año.
También estoy contento con
el desarrollo del blog, aunque siempre se puede mejorar. Quizá ha bajado el número de comentarios, pero
aumenta el de seguidores (prefiero llamarlos críticos). De todas maneras, si
los lectores tenéis alguna propuesta estaré encantado de
atenderos. Soy consciente de que el contenido es bastante heterogéneo, como
también lo son mis inquietudes: publico fragmentos de mi novela, relatos,
artículos de opinión, crónicas, poemas… y no todas las entradas interesan a
todos los lectores. El blog no tiene sentido sin vosotros, así que será un placer escuchar cualquier sugerencia.
Solo me queda desearos Feliz
Año y confiar en que sigamos coincidiendo, en este y otros espacios, a lo largo
del 2014.
Esta entrada es un
pequeño experimento. Se trata de un fragmento del ensayo que escribe Ricardo Expósito, el
protagonista de mi novelaDesconectados, cuya revisión estoy cerca de finalizar después de más de un año de trabajo. En él expone su visión
de internet. Aclaro que no comparto todo lo que dice, ya que su punto de vista
es más idealista que el mío respecto a la red de redes (aunque también irá
evolucionando a lo largo de la novela). Pero lo comparto con vosotros para ver
si genera un poco de debate. Sabéis que sobre la red hay opiniones para todos
los gustos. Algunos piensan que es la prolongación perfecta de nuestras capacidades,
mientras que otros creen que fomenta el pensamiento superficial y perjudica la
memoria. Lo único que parece seguro es que está provocando cambios en nuestro cerebro, como analizan en este interesante artículo.
A los que ya estéis de vacaciones, os deseo que disfrutéis de las fiestas. Algunos os llevaréis un regalo mío en forma de libro, porque acabo de recibir 10 ejemplares de la obra colectiva publicada por Mecenix, que contiene uno de mis últimos relatos. Ahora sí, os dejo el ensayo:
"Internet nos da
libertad a través del conocimiento que pone a disposición de todos. Refuerza lo
colectivo y, rompiendo barreras espaciales y temporales, crea un patrimonio
humano invalorable, surgido de la colaboración desinteresada. Proyectos como Wikipedia,
que es la enciclopedia más completa de la historia, hacen albergar grandes esperanzas
en el futuro.
En internet nadie es
imprescindible individualmente, pero todos lo somos en conjunto. La red
independiza a la gente y al mismo tiempo la une. Es un sistema abierto donde
progresar a través del valor creado. Es el mejor espacio para reclamar
cualquier abuso de las autoridades. El poder de los usuarios se multiplica al
compartirse en un medio social. Por eso la temen los líderes políticos y las
multinacionales. Porque no pueden controlarla.
Lo mejor que se ha
inventado contra la soledad, la indefensión y la desgracia es internet. Esa
inmensa ventana al mundo ha abierto numerosas puertas a la libertad; ha
contribuido a derribar regímenes represores y ha revelado las miserias de
gobiernos llamados democráticos. Porque no podemos conformarnos con la
“democracia” de Occidente, en teoría la más avanzada. Tal vez lo sea. Quizá
muchos países cuyas libertades están más menoscabadas que las nuestras nos
tomen como ejemplo. Pero lo que tenemos no es un estado definitivo. Debemos
seguir a la cabeza de los cambios sociales y políticos, no conformarnos con lo
que hemos conseguido (que en parte se encuentra amenazado) e ir más allá, hasta
obtener una libertad auténtica y superar la alienación propugnada por el
sistema jerárquico que nos gobierna.
Internet es una aliada
imprescindible en ese camino. Nos permite comunicarnos más fácilmente y
democratiza la información, que hasta ahora siempre había “pertenecido” a las
élites. Porque será la comunidad conectada, y no el individuo aislado, la que
nos llevará al cambio.
La red de redes ha
abierto los ojos de los ciudadanos que los medios tradicionales, controlados
por el poder, querían mantener cerrados en su propio beneficio. Internet discute
a la autoridad, constituyéndose como un tablero con demasiadas piezas, un
paraíso de lo alternativo."
Ricardo Expósito Duarte
(personaje de mi novela Desconectados)
Estoy contento porque en los últimos días he podido avanzar mucho en la revisión de mi novela. Ya solo me queda aproximadamente una tercera parte para tenerla lista. Cuando llegue el momento estudiaré la mejor manera de publicarla y espero poder compartirla con todos vosotros. Pero no solo de novela vive el hombre. Hoy os muestro este relato que resultó finalista en el II Certamen “PAX” de Relatos Cortos. De él tuve la oportunidad de hablar en la entrevista que me realizaron en Zaragoza TV (os dejo el enlace por si no la conocéis o si os apetece recordarla). Espero que os guste la historia de este personaje que abandonará la rutinaria seguridad de su casa para perseguir sus sueños.
Cada amanecer es una desgracia. Le torturan los gritos
de su familia, en especial su hermano que le azuza desde la litera inferior: “Corre,
Miguel, que más vago y no naces. Arriba, dormilón. El sol ya está aquí y
tenemos que salir a trabajar el campo.” Su voz ronca, incomprensiblemente
alegre, le llega como el zumbido de un insecto que quiere picotearle la cara,
la nariz, los ojos. ¡Cuántas veces le ha despertado con sus violentos ronquitos
y cuántas mañanas le ha arrancado sus placenteras visiones! ¡Ojalá pudiera
apartarlo con un manotazo y volver a sumergirse en ellas!
En sus sueños, Miguel es poco menos que Dios. Si le
apetece volar solo tiene que desearlo. Si quiere que el paisaje se torne jungla
procaz, desierto árido, montaña inmensa, le basta con imaginárselo. Si le viene
de gusto que le traigan el desayuno y le abaniquen, así sucede. Puede comer
cuanto desee, catar los mejores vinos, acostarse con las mujeres famosas que ha
entrevisto en la televisión del bar… es como un astronauta que viaja donde le
place, con el único límite de su imaginación rural.
Pero esta conciencia onírica tan completa acarrea
trágicos despertares. Aun en los momentos de mayor placer (no es raro que se
despierte húmedo tras celebrar una orgía o cumplir alguna perversión) en el
fondo sabe que lo que experimenta es un sueño, nada más que un sueño. Los demás
pueden cortarlo con solo levantar la voz, tocarle el rostro o encender la luz.
De hecho, en su ensoñación favorita se queda dormido para siempre con una
sonrisa de sublime felicidad, sordo, ciego y paralítico, como muriéndose
dulcemente al amparo de la presencia de los otros.
Sus padres no saben qué hacer con él. Ya ha cumplido
los dieciocho y debería ser uno de los miembros más productivos de la comunidad,
pero no presta atención a las tareas del campo. Confunde el orden de las
operaciones y parece atrapado en un mundo diferente y exclusivo. Más de una vez
se ha llevado collejas, empujones e incluso puñetazos porque su cabeza resulta
antipática cuando está así como torcida, enamorada de su imaginación. Los
campesinos se burlan de su aspecto distraído, de sus brazos mustios, de su
rostro pálido. Su propio hermano le bautizó con un apodo que se ha vuelto muy
popular: el soñador inútil.
Quizá si Miguel aprendiera a leer y escribir
traduciría sus sueños al lenguaje de la literatura. Pero en el poblado son
todos analfabetos. Él lo es por partida doble, ya que tampoco sabe interpretar las
señales de la tierra. Odia la rutina diaria: los mismos rostros sudorosos afanándose
en los mismos trabajos repetitivos. Para las labores menos mecánicas se ve
obligado a preguntar a sus compañeros, que ya no le contestan enfadados sino en
el tono que aplicarían con un retrasado mental.
Mal que bien soporta otro día del verano más
caluroso que recuerda. Al anochecer regresa a casa junto a su hermano. La
espalda le arde de dolor, apenas consigue andar derecho y su única ilusión es
tumbarse en la cama para dormir cuanto sea posible. Cena en silencio esquivando
las miradas entre compasivas y reprochadoras de sus padres y corre a la cama
con el deseo de abandonarse a los sueños.
Pero no puede. Sus pulsaciones se aceleran y su
cerebro se empapa de ansiedad.Agobiado por el
calor, tira al suelo la sábana. Se incorpora y mira las paredes de madera como
si pudiera verlas en la oscuridad cavernosa. Vuelve a tumbarse. Da una vuelta y
otra y otra sobre la estrecha litera. Ninguna posición le resulta cómoda. No
tardan en alcanzarle los ronquidos de su hermano, arrítmicos pero persistentes;
oye incluso los de sus padres en la habitación contigua. Le cuesta vaciar la
mente porque ya está pensando en el cariz que habrán de tomar sus ensoñaciones.
Se desarrollarán en la montaña, en un lugar fresco y aislado. Los personajes
podrían ser miembros de una tribu exótica, cada uno con un color de piel
diferente, altos y bellos. El fuego arderá en una bondadosa hoguera. Contarán
historias fascinantes (bastaría con que movieran la boca de forma convincente y
él se imaginará lo fascinantes que son). Llegado el momento se retirarán a sus
tiendas, dormirán en sus camas mullidas y se prepararán para partir al día
siguiente rumbo a un destino incierto e improvisado. Esta vez no sería
necesario el sexo, ni siquiera el contacto físico. Estaba demasiado
cansado.
Pero no logra dormirse. Su mente es atravesada por diálogos
inconexos, imágenes surrealistas, retazos pictóricos sin sentido, colores que
se superponen y se mezclan. Su cabeza hierve, se enfría, vuelve a bullir. Las
horas van pasando, el hermano ronca y cada vez se pone más nervioso. Intenta
convencerse de que ya está dormido. Se figura la montaña, la hoguera y la tribu;
pretende transformar los ronquidos en soplos de viento, en palabras extrañas o
canciones místicas. Pero no funciona porque sabe que no es real. Durante el
sueño es más fácil olvidarse. Los paisajes y los rostros fluyen por sí mismos y
él solo ha de aportar su capricho. Ahora debe dibujarlo todo. Es un esfuerzo
agotador e inútil.
Su hermano pronto se despertará, todos lo harán y él
tendrá que levantarse también dejando atrás sus sueños abortados. No se cree
capaz de resistir la existencia sin el consuelo que le proporcionan. Toma una
decisión repentina. Se levanta en sigilo de la cama y busca su ropa, que ha
dejado preparada encima de una silla. Arroja al suelo el pijama con rabia muda,
se pone la camiseta, los pantalones y las botas, comprueba que los demás siguen
dormidos, sale de su habitación y abre la puerta de la casa.
Afuera aún está oscuro; una brisa acariciante reduce
la intensidad del calor. Camina en dirección contraria a los huertos y las
calles del pueblo, adentrándose en una zona no cultivada. El terreno es
irregular, descendente, serpenteante. No hay senderos prefijados. La única luz
la aportan las estrellas y la luna en cuarto creciente. Avanza con las manos
extendidas como un ciego, palpando el aire con sus dedos trémulos. Se tropieza
con plantas y piedras, se le clavan en el brazo los pinchos de una rama, se resbala
por una pendiente y ha de abrazarse al tronco de un árbol para no caer.
De pronto nota el lamido del agua en sus botas. Se
ha topado con el caudal de un río casi seco. Sigue su flujo hasta que
desaparece. Continúa andando durante media hora con pasos cada vez más seguros
y contundentes. El cielo ya se tiñe de rojo. Se sienta en una roca para
contemplar el sutil cambio de color. La luz va estirándose en el paisaje,
revelando el espacio que le rodea. Se encuentra en el albor de una llanura de
límites inabarcables. Mira atrás por primera vez: el pueblo ha quedado oculto
tras unas elevaciones del terreno. Su familia debe de preguntarse dónde está.
Duda. En ese momento vislumbra una bandada que cruza las nubes espumosas. Se
pregunta, inquieto, si los pájaros sentirán un remordimiento comparable al
abandonar su nido.
Se obliga a proseguir su avance. Pronto divisa los
restos de una casa de piedra. Aún se adivinan los huecos rectangulares de las
puertas y las ventanas pero en su interior, donde antes habría camas y mesas,
crecen ahora hierbajos y matorrales de secano. Pasea con placer entre las
ruinas y palpa los muros parcialmente derrumbados. Calcula que se sostendrán
por algún tiempo. Del tejado no resiste ni el esqueleto, de modo que los rayos planean
oblicuos dividiendo el interior en una zona de luz y sombra. Busca un rincón en
penumbra, aparta unas piedras, dispone los vegetales como almohada y se echa bocarriba: de inmediato se queda
dormido.
La parte que os mostraré a continuación la he añadido en la revisión (ya solo me queda un 40% del texto aproximadamente). Es la explicación oficial que dan las autoridades para la desconexión global. No convencerá al protagonista, que tratará de esquivar las prohibiciones para seguir conectándose a internet, lo que le causará severos problemas... Como siempre espero vuestros comentarios y opiniones, ya sean sobre el texto, las consecuencias que tendría la desaparición de la red, los efectos que las nuevas tecnologías provocan en las relaciones humanas o cualquier cosa que se os ocurra. Ah, y también busco título para la novela. El provisional es "Desconectados", pero barajo otros como "Apocalipsis digital" o "El club de los conectados".
Con
sospechosa sincronización. Con una sonrisa mal disimulada tras la seriedad de
sus rostros. Relamiendo una copa de champán con la misma lengua que anunciaba
graves noticias. Así es como lanzaron su mensaje al mundo los gobiernos de las
naciones más poderosas. Convocaron a los medios de comunicación, que acudieron
raudos a la llamada de sus amos. Leyeron un discurso lleno de datos: quinientos
millones de gigabytes de información cada minuto. Compraron el nombre (o lo
inventaron) de un conjunto de expertos en computación, informática, física,
ingeniería. Se esforzaron en vocalizar palabras de difícil comprensión, en
especial para ellos: tránsito de datos insostenible, necesidad de una evolución
en los protocolos, investigación en tecnologías que permitan una mayor
capacidad de almacenamiento digital.
Todos
los discursos recalcaban la conclusión de los servicios de inteligencia:
internet se había saturado por soportar un exceso de información. Demasiados
videos en YouTube, demasiadas imágenes en las redes sociales, demasiados blogs,
demasiadas consultas a los buscadores, demasiadas descargas ilegales. Los
responsables de la desconexión – venían a decir en nuestra cara – éramos los
propios internautas, piratas sin bandera ni frontera empeñados en enterarse de
todo al instante, en dar su opinión y compartirla, en robar contenidos y
apropiárselos creyendo que el espacio virtual era infinito.
De
ahora en adelante – afirmaban los políticos – habría que establecer leyes para
garantizar el futuro de la red a largo plazo: imponer límites a la banda ancha
y a la barra libre de los usuarios, restringir la conexión como se raciona la
comida en época de guerra. Tiempo no faltaría para discutirlo en sesiones
parlamentarias. La sobredosis de datos había provocado el colapso y era
imprescindible someterse a un régimen radical: el ayuno indefinido. Volvería
internet, sí, los presidentes estaban convencidos. Ya trabajaban en ello los
mejores especialistas, con ingentes presupuestos a su disposición. Pero
costaría años, tal vez dos periodos electorales; lo suficiente para que se
retiraran con los bolsillos llenos los actuales dirigentes.
El
día en que debía nacer, el feto decidió que estaba más cómodo en el vientre de
su madre. No hubo manera de sacarlo: ni con cesárea, ni suplicándoselo, ni por
la fuerza, ni rezando a los dioses hindúes. La madre lloraba desconsolada. Su
mayor deseo era acunar entre sus brazos a la criatura que había crecido en su
interior durante nueve meses. Pero el niño se negaba a salir y darle el gusto,
a ella, a su padre y a la familia que había acudido desde diferentes regiones
del país para verlo nacer. Se agarraba a los intersticios del útero con una
fuerza sorprendente. Los enfermeras y los médicos (ya había varios que se
interrogaban asombrados en torno al lecho) no sabían qué hacer.
El
suceso trascendió a los medios de comunicación. Se prohibió la entrada a los
periodistas, pero alguno consiguió simular que pertenecería a la legión
hospitalaria que se arremolinaba alrededor del insólito caso. Se distribuyeron
fotografías a través de internet, aunque no tenían nada de particular: mostraban
a una mujer a punto de parir, pero que no paría nunca, como si el tiempo se
hubiera detenido en sus entrañas.
Las
semanas transcurrieron y el feto continuó su desarrollo. Realizadas todas las
pruebas, agotadas todas las argucias para provocar el nacimiento, los médicos
se vieron en la obligación de advertir a la madre que su salud correría grave
peligro si permitía que su hijo prosiguiera su crecimiento. Los familiares,
incluso el padre recomendaron a la mujer que abortara. Eran una pareja joven,
podían engendrar otro bebé con la intrepidez suficiente para salir al mundo.
Pero la madre se negaba. Decía que prefería su muerte a la de su hijo. Se puso
al borde de la histeria, calificando de asesinos a sus padres y a su novio.
¿Cómo eran capaces de sugerir una monstruosidad semejante? Su niño iba a
cumplir diez meses dentro de ella y los lazos que los unían eran demasiado
fuertes como para que la voluntad humana los deshiciera. Solo la muerte tendría
potestad suficiente para separarles.
Ante
el pasmo de los galenos, el feto prosiguió su evolución a un ritmo normal. La
tripa de la madre, que seguía postrada en la cama cada vez más débil, adquirió
el tamaño de un bombo. Su novio le rogaba que pusiera fin al suplicio. Trató de
convencerla de que su hijo también sufría, de que su empeño en encerrarse era
prueba suficiente de que no deseaba nacer. Pero su pareja insistía en que no
era así. Solo esperaba el momento propicio y ella aguantaría cuanto fuera
necesario.
Los
empleados del centro empezaron a impacientarse. Las camas eran limitadas y
había otras personas a las que atender. Solo la madre sabe las presiones que
hubo de soportar para no poner fin a la vida de la criatura. Las resistió
todas.
Cuando
el feto había cumplido dieciséis meses, la mujer realizó un esfuerzo supremo.
Consiguió levantarse de la cama, ir al baño y después a la cafetería del hospital.
Las miradas de pacientes y acompañantes se pegaron a su tripa monstruosa (con
el tiempo llegó a acostumbrarse a que nadie la mirara a los ojos, sino al
rostro o al cuerpo invisible de su hijo). Pidió el más sustancioso de los
platos combinados y comió para él con delectación, acariciándole a la vez que
se metía en la boca un trozo de jamón o de huevo frito, sin prestar atención a
las caras boquiabiertas ni a los murmullos congregados a su alrededor.
A
partir de entonces bajó cada día a comer por su propio pie, tambaleándose,
sujetándose a las paredes, derramándose en los bancos si sentía próximo el
desfallecimiento. A veces su pareja o sus familiares la acompañaban, pero poco
a poco se fue quedando sola, pues todos creyeron que había perdido el juicio.
Su hijo la aplastaba cada vez más, andaba encorvada bajo un peso terrible,
tardaba diez minutos en levantarse de la cama. Los enfermeros la ayudaban con
un desdén admirativo o una pena contradictoria.
La
ropa de embarazada dejó de servirle, de modo que tuvo que caminar desnuda por
los pasillos. Su avance suscitaba gritos y exclamaciones de horror. Mucha gente,
tomándola por una aberración de la naturaleza, torcía el gesto ante su
desgraciado andar. Pero ella no se rendía. Pidió que le prestaran tablas de
ejercicios y trabajó su cuerpo sin descanso. Ningún sacrificio le impediría
soportar su carga. Cuando el cansancio la vencía, cerraba los ojos y hablaba a
su hijo. Le decía que lo amaba, que podía salir porque ella lo cuidaría toda su
vida, que no debía tener miedo. El niño respondía con silencio y lágrimas.
A
los dos años de su concepción, el tamaño del feto era definitivamente excesivo.
En el hospital cuidaban de la madre por caridad. Le administraban fármacos
tranquilizantes y la ataban a la cama para impedir que intentara levantarse,
pues más de una vez se había golpeado la cabeza contra el suelo dejando un
reguero de sangre. A los vómitos, mareos, fiebres y delirios que eran su
tormento diario había que sumar las patadas y golpes que le propinaba su hijo,
pues a medida que ella se inclinaba sin remedio, arrodillándose poco a poco
ante las limitaciones de su naturaleza, el feto se volvía más enérgico. Se
movía con mayores bríos, agitando brazos y piernas con tanta fuerza que los
médicos estaban convencidos de que la madre no resistiría una semana más. En
realidad llevaban anunciando su inminente fallecimiento durante meses, pero a
juzgar por sus convulsiones y las dificultades con que respiraba parecía que esta
vez no se equivocarían.
Pero
ella conservaba la esperanza. Recibía cada patada de su hijo con una sonrisa
porque consideraba que era una señal de que estaba a punto de salir. Antes de
que la madre expirara, los médicos intentaron forzar de nuevo el parto. Lo
único que lograron fue extremar el apego del feto, que había dilatado el útero
de tal manera que ya solo restaban de él algunas partes membranosas esparcidas
sin control en los órganos colindantes.
La
desesperada tentativa agotó las pocas fuerzas que sostenían a la mujer. Cuando
recobró la conciencia vomitó sangre por toda la habitación, sus miembros
temblaron como en un baile demente y sus estertores se oyeron en las camas
vecinas con una tenebrosa expectación. Antes de que sus latidos se detuviesen,
pudo oír un susurro vacilante que ascendía desde su abdomen hasta su corazón:
“Mamá, ya salgo”.