domingo, 21 de noviembre de 2010

Sobre los políticos

Hay personas que aseguran anhelar un cambio en el mundo con objeto de mejorarlo. Sin embargo, muchas de esas personas solo desean cambiarse a sí mismas, sin que sean conscientes de ese anhelo profundo y oculto de su espíritu. Hay que ser bastante ciego para creerse capaz de mejorar el mundo sin disponer del arrojo necesario para mirarse cara a cara, sin distorsionar con parches autoimpuestos el resultado del enfrentamiento. Pero lo cierto es que, ante la imposibilidad de cambiarse o aun de verse tal como es, este tipo particular de persona opta por trastocar en la medida de sus posibilidades la realidad que le rodea, de un modo arbitrario e incomprensible en especial para sí mismo. Todos sus esfuerzos los enfoca a la adquisición de un poder que le otorgue influencia social a través de sus actos y palabras, y olvida qué es lo que pretendía cambiar con ese poder.

Este mal lo aquejan numerosos políticos hoy en día. Dan tumbos entre decretos y declaraciones hipócritas, patinan en los naufragios que ellos mismos provocan y acaban colaborando en el hundimiento de muchas personas de bien. No creo que sean perversos por naturaleza. Tal vez un tanto controladores y maniáticos, eso sí. Pero son, ante todo, un grupo confuso, homogéneo en su heterogeneidad, vacío en sus planteamientos. De pies a cabeza se hallan sujetos como monigotes atados a cuerdas invisibles, tejidas por sus frustraciones personales. Enredados al límite de lo humano, no pueden menos que liarlo todo a su alrededor y contribuir a la difuminación de los ideales que, supuestamente, los guían y sustentan. En tales posiciones – dignas de contorsionistas épicos – un leve empujón puede derribar sus débiles convicciones y arrastrarlos al profundo pozo de la corrupción.

El fin puede justificar los medios. No por lo común, pero sí cuando los fines son nobles en grado sumo. Lo que ocurre hoy con los políticos es peor que la máxima de Maquiavelo: ponen tanto énfasis en el medio, en el cómo, que olvidan el fin, el contenido de su propuesta política. Y esta actitud asegura un mal final para todos.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Una sola lágrima









He detenido para siempre en mi memoria
la lágrima que, al despedirnos, arrojaste.
Porque una lágrima contiene muchas esencias de vida y
posee infinitos significados de belleza y melancolía.

Una lágrima es más expresiva que un océano.
Una lágrima puede inundar un corazón y anegarlo.
Una lágrima puede derramarse y salpicar nostalgia durante siglos.
Una lágrima es una llama que ilumina la eternidad.
Una lágrima es una fuente de lágrimas.

Mil lágrimas caen ahora en respuesta de la lágrima que se fue,
como si asistieran con retraso al entierro de su madre.
Porque una lágrima es un fantasma de agua,
es un espíritu que agoniza en lo alto de una catarata.
¡Ay, cuántas cosas me enseñaste con una sola lágrima!

Sigo nadando en el abismo perforado por tu lágrima,
sumergido cada día en mayores profundidades.
Sigo esperando que tu lágrima germine en la corriente
de un verano que no llega, que no existe, que no siente.
¡Ay, cuántas cosas me quitaste con una sola lágrima!

martes, 2 de noviembre de 2010

Un futuro incierto para el mundo

La masa manda, el número mueve los engranajes de la historia. Es imposible gobernar un país sin la aquiescencia del grueso de la población. El poder es (o debiera ser) suyo. Pero la masa es tan manipulable como un niño pequeño, y resulta tan sencillo arrebatarle el poder como un caramelo a un chico. Ahora el eje del poder radica en Estados Unidos, y en el futuro convergerá hacia China. ¿Cuáles son los patrones, sobresaliente en su mediocridad, del hombre medio estadounidense? La credulidad y la ingenuidad, que los convierten en tan manipulables o más que los europeos. En un mundo cada vez más complejo, lleno de aristas, de ramificaciones y de relaciones, ellos lo ven casi todo blanco o negro. Por eso Obama les decepciona. Obama habría sido un gobernante exitoso en Europa. Quizá hubiera generado menos expectativas, pero habría sido capaz de cumplirlas.

En cuanto a los chinos, su milenaria civilización ha desembocado en la creación de la mayor masa humana del planeta. Sin embargo, no son capaces de levantarse para reclamar su libertad. Se mantienen dormidos bajo el gigante decrépito del comunismo. No parece que ello hable muy bien de su fuerza de voluntad. Son un pueblo demasiado sumiso para asumir el liderazgo de la humanidad, o al menos la vigilancia activa de sus representantes políticos. El número no basta.

Ninguno de las dos superpotencias posee el espíritu necesario para llevar el timón de la historia con rumbo firme. ¿Y cuál es el papel de los europeos en este siglo que albea? Menguante. La Unión Europea es un barco lleno de grietas. Incapaz de reafirmarse en su unidad, se va hundiendo poco a poco en sus dudas. Así como declinó la Unión Soviética, ahora es el turno de los europeos. El Viejo Continente es hoy más viejo que nunca, más canoso y decadente. Su antiguo vigor se ha reducido a polvo. ¿Será su destino el aplastamiento de sus raíces, la extinción de su llama, el derramamiento de su cultura…?

sábado, 23 de octubre de 2010

Confesiones de un onironauta

A veces pienso que el insomnio es un regalo que me hice a mí mismo. Por la noche, cuando apago las luces y me tumbo en la cama, he encontrado muchas de mis mejores ideas. Porque, durante el día, mi cerebro recibe demasiados estímulos visuales, sonoros y de toda índole. Cuando estos estímulos desaparecen es cuando logra su mayor concentración. Cuando mi cuerpo quiere descansar, mi cerebro se despierta.

Quizá por este motivo he adquirido la comprensión del lenguaje onírico. Pero no lo he hecho de un modo científico, a la estela de Freud, sino intuitivamente. Si, al despertarme, tengo fresco en mi mente el recuerdo de un sueño (sea agradable o no), lo último que haría es olvidarlo. Dedico un minuto o dos a analizar las sensaciones, las formas irreales, los conceptos sugeridos por la ensoñación. Me conozco lo bastante bien para entender enseguida los símbolos del sueño. Y esto me resulta muy útil, pues se infravalora la lucidez cerebral del durmiente. Los consejos que me proporcionan los sueños son para mí los primeros, los más fiables. Son una declaración subterránea de mi propia alma.

En ocasiones algunos amigos y familiares me han contado sus sueños y yo, cual pequeño Freud del siglo XXI, he tratado de interpretarlos. Sin embargo me resulta mucho más complicado descifrar los suyos que los míos. Para interpretar bien los sueños de una persona necesito conocer los anhelos de su espíritu, sus deseos y temores más profundos. Sólo uno mismo puede alcanzar una interpretación inequívoca. Por eso recomiendo a quienes me lean que dediquen un minuto o dos (antes de levantarse de la cama, ducharse, vestirse y salir al mundo terrenal) a la exploración del subconsciente, cuando se ha hecho consciente en forma de sueño. Existen páginas en Internet que explican los significados comunes de los sueños, pero yo no confiaría demasiado en ellas, pues un símbolo onírico no es como una bandera o un escudo. Su significado varía totalmente en función de quien lo produce.

Conocer el lenguaje onírico también provoca satisfacciones de un tipo distinto. Si la conexión con ese otro mundo es lo bastante fuerte, uno puede llegar a controlar sus propios sueños. ¿A quién no le gustaría salirse de una pesadilla y volar hacia el paraíso, tal como se lo imagina? A estos soñadores experimentados se les denomina onironautas: los astronautas de los sueños, aquellos capaces de viajar a un universo complementario y mágico, intangible pero real.

En ocasiones he controlado mis propios sueños. He decidido mis actos y mis movimientos, he evocado a una persona (no diré a quién) y ésta ha aparecido. La otra noche llegué más lejos. Pensé en un personaje y me convertí en él. Hice un leve movimiento con el dedo, y construí una casa en la que se introdujo mi personaje que, en cierto modo, también era yo. Creé un pasaje entre el mundo de los sueños y el mundo terrenal, una conversación entre mi yo consciente y mi yo inconsciente, sin la menor interferencia y con plena transmisión de significado. Ahora estoy convencido de que el control onírico es el estado más próximo a la divinidad.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Una huelga romántica



Policías frente a manifestantes






Este cartel se vio en muchos establecimientos el día de la huelga




Como ciudadano de esta centuria me siento indignado por las declaraciones del presidente de la CEOE, Díaz Ferrán, en las que afirma la necesidad de desarrollar una Ley de Huelga. Qué ejercicio de hipocresía por parte de un hombre que preferiría poner mordaza a sus empleados. Pero, eso sí, les dejaría libres brazos y piernas para que trabajen a su servicio todo el tiempo necesario, y para poder desprenderse de ellos con un elegante puntapié a la mínima ocasión.

Sí, soy un romántico y, aunque soy consciente de que la huelga no va a cambiar nada, reivindico el derecho al pataleo. Entre quedarme de brazos cruzados, observando afligido cómo las facturas se amontonan en el salón de mi casa, o manifestar al gobierno que no, no acepto sus inútiles políticas contra la crisis y el desempleo, me quedo con la segunda opción. De hecho, siempre he considerado las huelgas como un soplo de democracia en el denso ambiente de contaminación política predominante en España. Estamos demasiado acostumbrados a tragar como besugos todo lo que nos arrojan nuestros dirigentes, sin abrir la boca para otra cosa que no sea tragar, tragar y tragar.

Además celebro que los sindicatos hayan roto su relación de amiguismo con el gobierno socialista y, por fin, se dediquen a cumplir su verdadera función, es decir, defender los derechos de los trabajadores. Hoy más que nunca es imprescindible su papel de contrapeso del poder de la patronal. Porque, ya sea por méritos propios o por una cuestión de imagen propagandística, son la esperanza de muchas personas que se ven atenazadas por las empresas o, sencillamente, expulsadas de sus puestos de trabajo.

http://joselopezsanchez.files.wordpress.com/2010/06/huelga-general-huelga-vital1.pdf

http://www.ivoox.com/podcast-188-huelga-general-audios-mp3_rf_387671_1.html

viernes, 6 de agosto de 2010

Labios del corazón

Un hombre trajeado se ajusta la corbata morada en un vagón de tren. A su derecha, una anciana que ojea una revista sobre moda. Enfrente, un asiento vacío. A su izquierda, una ventanilla tapada por una cortina roja. La mole empieza a moverse. El hombre se peina los cabellos castaños con un gesto displicente. Se reclina en el asiento y relaja su espalda; en tres horas asistirá a una reunión de negocios, y debe mantener la cabeza libre de distracciones. Cierra los ojos. Piensa en números, datos, bancos. No piensa en ella. El tren ya ha alcanzado su velocidad de crucero. Abre los ojos. Decide apartar la cortina para ver qué paisaje deja atrás: una llanura seca, color amanecer. No le interesa.

Va a cerrar la cortina cuando ve algo que le asombra: unos labios se han plasmado al otro lado del cristal. Su primera reacción es tocarse los suyos, como si temiera que se hubieran incrustado en el exterior de la ventanilla. Están en su sitio. Después se fija mejor en los detalles. Son unos labios carnosos de mujer: el superior describe una M estilizada, y el inferior un suave semicírculo. Se hallan entreabiertos y, en apariencia, sostenidos en el vacío, con el aire y el cristal como únicas sujeciones. Poseen un brillo carmesí antinatural, casi ostentoso.

El hombre mira con malos ojos la aparición. Cree reconocer esos labios. Los ha visto, los ha tocado, los ha besado. Podría distinguir esos labios en un mostrador donde estuvieran expuestos todos los labios femeninos del mundo. Pero no le interesan. Cierra los ojos, convencido de que la visión se habrá esfumado en cuanto vuelva a abrirlos.

Espera cinco minutos y comprueba que los labios siguen ahí, persistentes en su provocación. Mira en torno. La anciana sigue leyendo, y algunos pasajeros se deslizan silenciosos por el pasillo, camino de la cafetería o los lavabos. Nadie mira hacia la ventanilla. De pronto, el hombre siente un arrebato de vergüenza: esos labios son un secreto intolerable. Se inclina unos centímetros y pone la mano sobre el cristal para taparlos. Entonces los labios se reflejan en el dorso de su mano, como si hubieran abandonado el cristal y atravesado su carne. Horrorizado, aparta su mano y lanza una mirada en derredor, con los ojos desorbitados por el miedo. Nadie se fija en su drama.

Pasan los minutos. Los labios siguen ahí, mirándole. Su brillo se atenúa por momentos. El sol penetra con fiereza en el vagón, y la anciana le pide que corra la cortina. Sus arrugas apuntan hacia el cristal, pero no muestran ninguna expresión de sorpresa. Él se niega a atender la petición. Dice que necesita mirar el paisaje. Molesta, la mujer se sitúa enfrente de él y prosigue impertérrita su lectura.

El hombre se rasca el pelo y se muerde la corbata sin darse cuenta. Sus dedos asemejan las patas nerviosas de un arácnido. Su mirada y los labios se han atrapado. Apenas parpadea, apenas respira, y eso le permite observar el cambio que se produce al otro lado del cristal. Poco a poco, de un modo apenas perceptible, los labios van menguando de tamaño y perdiendo su fulgor.

El tiempo pasa. El tren se acerca a su destino. Pero al hombre le seduce la idea de que su destino está junto a los labios de mujer que todavía le miran. Se impacienta. Mira el reloj del tren y el de su muñeca. De pronto se percata de que no está vigilando los labios, y un súbito temor le recorre el espinazo. Siguen ahí, pero su milagro es cada vez más tenue. Ahora no son más grandes que los de una niña pequeña, y una palidez fantasmal les ha despojado de color. Pero él sigue contemplándolos con los ojos ilusionados. Ansía la llegada para correr hasta ellos. Los estrechará entre sus manos y los guardará para siempre junto a él. No habrá números, bancos ni datos capaces de deshacer el vínculo que le ata a esos labios.

Una voz anuncia su parada, que es la última de la línea. La vieja se levanta antes que él. Recoge su equipaje del área superior del compartimento. Su maleta también es la última. Avanza por el pasillo, arrastrando el equipaje con la cabeza vuelta hacia los labios. Los vislumbra unos segundos hasta que un hombre gordo se pone en medio. Entonces se agita y acelera el paso. Adelanta a la vieja en el andén y corre hasta la parte exterior de su ventanilla. Supone que los labios seguirán ahí suspendidos, aguardándole. Desfila a grandes zancadas, abriéndose paso a empujones y escrutando cada ventanilla. Recuerda el número de la suya, pero desde fuera no puede reconocerlo. Todas son casi idénticas: láminas de cristal apenas distinguibles por la forma de sus manchas. Recorre el tren desde un extremo hasta el otro. Golpea los cristales con los nudillos, grita que ha perdido sus labios y se agacha entre los raíles para buscarlos. Ni rastro.

Pronto los motores reemprenden su rugido domesticado. Se incorpora justo a tiempo. Mientras ve cómo el tren se aleja, se pone la mano en el pecho y palpa con sorpresa el latido de su corazón: es la primera vez que lo escucha.

miércoles, 28 de julio de 2010

Mentiras y recuerdos

Cuando la madre de Isaac le preguntó a su hijo de doce años por qué había tardado tanto en regresar de la escuela, el chico le respondió que estaba haciendo los deberes en la biblioteca. Un par de chicles con sabor a menta y un buen lavado de manos hicieron el resto. Su madre no se enteró de que Isaac fumaba hasta que éste cumplió los 18 años.

Era un chaval bajito, con orejas de conejo y nariz de camaleón. Sus brazos flácidos contrastaban con la fortaleza de sus cabellos, siempre desmelenados sobre los hombros. Isaac descubrió a los doce años el poder de la mentira y jamás se le ocurrió contrastarlo con el poder de la memoria.

A los quince años, Isaac ya había cubierto todas las lagunas de su mente con los charcos de su imaginación. Si olvidaba comprar el pan, de inmediato se recobraba inventando un examen de física. Si suspendía un examen, enseguida fraguaba ante sus padres una conspiración en su contra.

Asentado en el vicio de inventar, a Isaac se le ocurrió que podía vivir de ello. Sin embargo, le abrumaba la idea de crear historias. Prefería que otras mentes diseñaran los argumentos y los personajes. Después él se encargaría de darle vida incluso al guión más pétreo.

Isaac vivía en la ciudad de Zaragoza desde que tenía memoria. Aunque nacido en Calatayud, sus padres se mudaron a la capital aragonesa en busca de mayor protagonismo político. Una vez convencido de su vocación de actor, Isaac no dudó en presentarse en el Teatro Principal de Zaragoza para ofrecer sus servicios. Su padre, Concejal de Cultura del Ayuntamiento y juguete apacible de las mentiras de su hijo, movió los hilos necesarios para que Isaac hablase en persona con la directora del Teatro.

-Sólo les pido que me prueben. Denme los papeles más difíciles, aquellos que los actores profesionales consideren imposibles de representar. Estoy dispuesto a trabajar gratis, hasta que les convenza de mi valía.

-Y entonces pedirás una fortuna.

La directora, una antigua actriz ya jubilada, tenía unos setenta años, una voz de cuervo granizado y al menos tres cicatrices en su rostro: a Isaac le pareció que la más grande asemejaba la forma de una estrella.

-Ay, chiquillo. Así que quieres ser actor. Veamos, ¿qué experiencia tienes?

En la mente de Isaac se encendió el recuerdo de una charla familiar. Él no era natural de Zaragoza. Dudó un instante; podía ser Calatayud o Terrer. No estaba muy seguro, ¿pero qué diferencia hay entre la mentira y el recuerdo?

-Tengo experiencia en el teatro de Terrer, señora.

-¿En el teatro de Terrer? ¡Pero si en Terrer no hay más teatro que el de las putas! ¿Acaso has trabajado allí, bribón?

-No, no, señora, en absoluto —repuso Isaac, abochornado. Es que yo… eh…. Como usted sabrá, la vida no es más que teatro. Y la vida está en la calle. Eso es, empecé a trabajar en la calle y…

-¡Y en la calle te condeno a trabajar!