Imagine
un pueblo donde todos sus habitantes consagran su tiempo a la creación
artística. No hay panaderos, carpinteros, policías, médicos ni abogados: solo
pintores, escritores, músicos, escultores, fotógrafos, cineastas… Ese lugar ya
existe, por desgracia, y lo han bautizado La
Villa de los Artistas. Está situado en lo alto de una montaña a la que se
accede a través de una carretera sinuosa, llena de desagradables sorpresas.
Fragmentos de esculturas fallidas, cámaras rotas, manuscritos abandonados y
pinturas rasgadas son solo algunos de los obstáculos que deberá esquivar el
visitante bajo su propio riesgo, si pretende llegar hasta él.
Un
decreto del gobierno ha limitado su población a cien selectas personalidades.
Pero se bastan y se sobran para extender el caos. En La Villa de los Artistas es frecuente, por ejemplo, toparse con
poetas ebrios que recitan sus poemas a farolas, hierbas o pedruscos, sin
importar el horario. A pesar de los confortables hoteles que han instalado las
cadenas para aprovechar el empujón turístico generado por sus propias campañas
de marketing, dormir es casi imposible. Los músicos ensayan noche y día
composiciones y conceptos melódicos que apenas resultan soportables para el
oído humano. Aunque consiga abstraerse del sonido indescriptible que producen
sus extraños instrumentos, probablemente tampoco conciliará el sueño. A la
calidez de su habitación llegarán los gritos de artistas que ponen su mayor empeño
en denigrar las obras de sus colegas con los más humillantes calificativos, en
especial si se dedican a la misma disciplina.
Tampoco
debería sorprenderle que estallen trifulcas en las calles, pues el carácter
caprichoso de los artistas y la dimensión astronómica de su ego son de sobra
conocidos. Para que no mueran de hambre, enfermedad o se maten entre ellos, las
cadenas hoteleras han encargado a doscientos empleados la tarea de cuidarles.
Se hallan desbordados por completo; los más tenaces han pedido refuerzos y una
duplicación del salario, pero la mayoría del personal se encuentra recibiendo
terapia psicológica.
Los
artistas no son conscientes de que los desastres que causan están a punto de
terminar con la paciencia de los promotores turísticos. Han intentado lanzarles
varios avisos, pero la comunicación ha resultado imposible, ya que sus
actividades creativas y destructivas les mantienen enteramente ocupados. Por
favor, si pese a mis advertencias decide dejarse caer por el poblado, ármese de
altavoces y procure elevarse sobre la batahola. Intente convencerles al menos
de que no insulten a los visitantes ni les tiren objetos, ya que su
intermitente curiosidad constituye su único sustento.
Al
parecer detestan a los turistas porque no aplauden de manera unánime sus obras
revolucionarias: libros con cada palabra escrita en un idioma diferente,
esculturas invisibles talladas en el éter, películas cuyo argumento consiste en
grabarles por sorpresa y sin su beneplácito… Si alguien se atreve a preguntar
el sentido o la intención de su propuesta, que se prepare a recibir un rapapolvo
o a sufrir el más despreciativo de los silencios (eso si no tiene un mal día el
genio de turno).
Ya
hace tiempo que me convencí de que este proyecto era un monumental error. Pero
tal vez los políticos conforman el único gremio cuya testarudez rivaliza con el
de los artistas. Después de una semana, los albergues que habilitamos para que
se alojaran durante el experimento se hallan en estado de descomposición. Los
cuidadores localizan camas, baños y muebles en los lugares más inverosímiles, por
ejemplo en el tejado o bloqueando la salida de un albergue enemigo. La basura
se acumula en las calles, proliferan los incendios y el museo que debía acoger
la exposición con sus mejores trabajos se ha convertido en un campo de batalla:
han arrancado la puerta, roto las ventanas y golpeado la fachada con todos los materiales
que les ha provisto el entorno y su desbocado ingenio.
Tan
solo el dueño del bar, que ha tenido que reaprovisionarse de bebidas
alcohólicas, se está lucrando. Las pérdidas económicas son ingentes y los
beneficios culturales, más que dudosos. Tal vez de este maremágnum podríamos rescatar
obras valiosas, ¿pero quién osará juzgarlas con un mínimo de criterio mientras
los cien ángeles del infierno revoloteen a su antojo por la villa? Máxime
cuando todos están de acuerdo en la condición nauseabunda de la crítica
profesional y en la estolidez de los aficionados que se atreven a valorar los
frutos de su esfuerzo. Yo, desde luego, no pienso poner a prueba su orgullo.
A
los visitantes que sientan más curiosidad por los espectáculos excéntricos que
interés en salvaguardar su integridad física, les recomendaría que acudieran
con escolta o que no salieran de sus vehículos. Lleven unas cuantas ruedas de
repuesto y, si pueden, blinden los cristales. Tengan en cuenta que, una vez
atraviesen el cartel que les da la bienvenida a La Villa de los Artistas (e incluso antes), estarán pisando una
zona en perpetuo conflicto.
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