viernes, 19 de septiembre de 2014

La escalera capitalista

 
Ya casi no recuerdo la última vez que ensayé un ensayo, si se me permite este pueril juego de palabras. Y lo echaba de menos. Por eso dedico la entrada de hoy al capitalismo. Pero no como se dedica un libro, un gol decisivo o una jornada de homenaje a un personaje de honra, sino más bien como quien le regala un corte de mangas al objetivo de su animadversión. Porque, tras soportar un gobierno con mayoría absoluta del PP, ¿quién no se vuelve un poco revolucionario?
 
Si algo hay que reconocerle al capitalismo es su capacidad para transmutarse con sigilo. Su última trampa consiste en proponer que pagues más para sentirte mejor, ya que se supone que parte de tu dinero se destina a una buena causa… como si fueras tú el responsable de la extrema pobreza de millones de personas, y como si los ingentes beneficios de las empresas detrás de ese producto encarecido no tuvieran nada que ver.
 
El viejo truco, que todavía funciona, se basa en atizar el ego y el individualismo del consumidor (de los cuales tampoco el que escribe ni quien lee estamos desprovistos). Pero no creo que la complejidad inherente al ser humano requiera tal cantidad de objetos en los que manifestarse, ni que estos sean la mejor manera de diferenciar su personalidad. Al contrario, al ser usados por muchos, tienden a uniformarnos. Lo mismo que te venden para distinguirte se lo venden a miles (y si pueden, a cientos de miles o a millones).
 
¿Cuánta gente se ha comprado el mismo pantalón, el mismo teléfono o el mismo coche que yo? No necesito la respuesta exacta para comprender que esa adquisición no me ha diferenciado de nadie sino al contrario, me ha igualado con una multitud desconocida: he sido atrapado en la misma red que otros incautos pececillos.
 
El capitalismo no se conforma con dictar lo que debemos comprar según renta, edad, sexo u aficiones. Aspira a controlar y manipular incluso nuestros sueños y deseos íntimos, que a su vez nos llevan a consumir toda clase de productos en una vana e interminable persecución. Después ya se encargarán los ejecutores del sistema de prefabricar ilusiones a la última moda para que sigamos alimentando el ciclo infinitamente. Y, sobre todo, se asegurarán de que no luchemos por nuestros sueños más genuinos, que la marejada publicitaria, la educación sin creatividad y los mensajes alienantes de los medios irán barriendo de forma progresiva.
 
Otro de los ardides que enarbola el capitalismo es su teórica permeabilidad social. Hoy estás abajo, amigo mío; observas la ropa elegante, los hoteles de lujo y los coches de alta gama como ideales inaccesibles. Pero si te esfuerzas mucho, si te imbricas en el sistema con la suficiente intensidad, tendrás la opción de ascender hasta la cúspide del rascacielos.
 
La igualdad de oportunidades es una patraña. Nunca se ha dado y nunca se dará. Además, ¿qué pasa si yo no quiero subir por la escalera (mecánica y deshumanizada) en cuyos resbaladizos peldaños se desvanecen valores que para mí tienen más valor que mirar al resto desde arriba?
 
Los conservadores suelen negar cualquier atisbo de bondad en el ser humano, dando por hecho que todos deseamos subir sin mirar atrás por la escalera diabólica. Pero en realidad no pueden obligarnos a actuar de esa manera. Lo que sí han conseguido hasta ahora es separar lo suficiente a quienes no pensamos así. De este modo han impedido que construyamos una estructura diferente que funcione mejor que la maldita escalera, en la que necesariamente uno tiene que subir para que otro baje, pero cuya cima se halla blindada por los magnates y garantes del capitalismo. ¿Y si pudiéramos organizarnos de una forma diferente en que predominara la colaboración ciudadana, en vez del egoísmo que nos aísla y favorece a las elites? ¿De verdad es tan importante el capital como para establecer distinciones que a menudo atentan contra la dignidad de las personas? ¿En serio solo debemos cultivar nuestra personalidad a través de los objetos que nos venden en centros comerciales?
 
Quizá las utopías sociales que nacieron en los años 60 resulten comparables a los intentos de Leonardo da Vinci por construir un ingenio volador en el siglo XVI. Buenas y bisoñas ideas condenadas al fracaso, pero rescatadas en el futuro como germen de las revoluciones por venir. Entonces aún carecíamos de la preparación y los medios adecuados para llevarlas a cabo con éxito. El sistema se recrudeció en sí mismo, los tiburones devoraron a los hippies y las bandas de rock enterraron sus guitarras en nichos de oro. Tuvieron que pasar varios siglos para que el hombre se alzara sobre la tierra en los primeros aeroplanos. ¿Cuánto habrá que esperar para que se desprenda el velo de la ignorancia y se derrumben los mitos que todavía sustentan la escalera capitalista? 

4 comentarios:

  1. Hasta que llegue el.día, mejor soñamos.

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  2. Pero sin olvidar que el sueño estará más cerca de cumplirse si nos esforzamos en que la realidad se acerque a lo que soñamos.

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    1. Carlos, incluso queriendo, no nos libramos de la realidad. Es así, creo.

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    2. No vamos a cambiar las cosas radicalmente de un día para otro, por supuesto. Pero muchos pequeños cambios pueden acabar transformando radicalmente el escenario. En nuestras manos está intentarlo o conformarnos con la situación.

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