lunes, 9 de abril de 2012

El Reino de los Súbditos


El Reino de los Súbditos se caracterizaba porque el amanecer dependía del humor de su rey. Si este se hallaba triste o enfadado, el sol no aparecía en sus confines. Una enorme nube negra taponaba sus rayos dejando a oscuras las calles, las casas y el palacio de oro del monarca.

Por supuesto, el rey disfrutaba de todos los lujos y entretenimientos imaginables: la mejor cocina del país, las actuaciones teatrales más prestigiosas, los bufones más cómicos… Si quería darse algún capricho adicional, sus ministros se encargaban de conseguírselo como fuera, ya que su primera misión era garantizar el bienestar del soberano. Al fin y al cabo, el reino no funcionaba ni en sus detalles más nimios sin su supervisión. De hecho, el monarca pasaba gran parte del día firmando documentos variopintos. No se podía empedrar una calle o sustituir a un trovador de la capital sin su autorización.

El Reino de los Súbditos marchaba así desde hacía tres siglos. En las últimas décadas había gobernado un rey bueno y lleno de alegría. Pero, cuando falleció, la incertidumbre se apoderó de todos. El sucesor era apenas un adolescente que cambiaba su humor con la frecuencia propia de su edad. Por fortuna, las oscilaciones de su ánimo no suponían la llegada de la oscuridad. Para que la nube negra tapase los rayos del sol debía sufrir una pena profunda y continuada.

Cuando el rey adolescente ascendió al trono, comenzaron para él las penosas obligaciones de la burocracia. Ocho horas al día firmando papeles eran excesivas para un joven inquieto. Pidió a sus ministros una peluca, ropa vulgar, una máscara y una cuerda, que debía unir la ventana de su dormitorio con un árbol situado fuera del palacio. Sus órdenes se obedecieron al punto. Con la excusa de una indisposición, se encerró en su cuarto y descendió por la ventana a través de la cuerda. 

El rey quedó atónico con lo que vio en el exterior. Tocó las débiles construcciones de madera de las casas, olió el tufo de los excrementos y observó las andrajosas ropas de sus súbditos. Agobiado por el contraste con los salones y jardines en que solía pasearse, salió de la ciudad en dirección al bosque.

Caminó dos horas hora entre árboles, arbustos y hierbajos. Resbaló y cayó al suelo al tropezar con una piedra en mitad del sendero. Mas enseguida se levantó y siguió avanzando. Miraba con asombro las frutas de los pinos, las copas de los robles y las ramas de las encinas, que parecían sostener la bóveda del cielo. Cuanto más se adentraba en la espesura, mayor era el redoble de los grillos que le acompañaban. Se estaba internando demasiado, y la Abeja Reina tuvo que intervenir.

Su presencia transmitía una majestad indescriptible. Una corona de miel remataba su cabeza dorada, más brillante que el oro. Sus ojos oscuros irradiaban una luz tan poderosa que se diría capaz de perforar la armadura más regia. Sus antenas puntiagudas le apuntaron con la severidad del juez acusador.

-Regresa, muchacho. Tu reino te necesita más que este bosque. No vuelvas por aquí.

Su voz era aguda y sibilante. El rey, mudo y boquiabierto, no sabía si le asombraba más su tamaño comparable al de un águila, su habla o su inefable belleza. Sin esperar contestación, la Abeja Reina desplegó sus alas plateadas y se alejó. La pequeña brisa que su vuelo produjo le convenció de que no estaba soñando. 

El monarca pasó los siguientes días paralizado por la imagen de la Abeja Reina. Firmaba papeles sin leerlos y asistía a las reuniones con sus ministros sin escuchar. En poco tiempo se mostró incapaz incluso de fingir que gobernaba. Todas las tardes dirigía sus pasos al bosque. Pero, después de dos semanas sin que la Abeja Reina apareciera, la tristeza le embargó. Y entonces una nube negra cubrió el cielo y sumió en las sombras al Reino de los Súbditos.

El joven no consideró que la falta de luz fuese motivo para suspender sus expediciones. Al contrario, se adentró entre lágrimas en el corazón de la floresta. Tropezó una y otra vez, se enfangaron sus ropas y se recrudecieron los avisos de los grillos. Apartó las ramas con los brazos mientras rasgaba el aire con sus gritos: “Vuelve, Abeja Suprema. Vuelve antes de que me hunda en tu recuerdo”, gemía desesperado.

De repente, el resplandor dorado de la Abeja Reina iluminó la negrura.

-¿Qué has hecho? ¿Cómo has permitido que tus súbditos paguen las alucinaciones de tu corazón? ¿Por qué has regresado tantas veces al bosque, desoyendo mi advertencia…?       

El rey se arrodilló ante ella.

-¿Qué he hecho?, me preguntas. En una palabra te respondo: adorarte. ¿Cómo he abandonado a mis súbditos? Sólo sé que no era mi deseo. ¿Cómo he cedido a las alucinaciones de mi corazón? Si son alucinaciones, no tengo corazón. ¿Por qué he regresado? Porque te amo.     

La Abeja Reina emitió un silbido furioso.  

-Tu alma alberga una debilidad despreciable. Si quieres volver a verme, lidera a tu pueblo y regresa con la firmeza propia de un auténtico rey.

De sus ojos surgió un rayo de luz plateada que alumbró el camino de regreso al palacio.

-Sigue este sendero que abro para ti. Espero que avive tu espíritu y le dé esperanzas a los tuyos.

Y desapareció en un soplo de viento.

No es posible calcular con exactitud los días en que el Reino de los Súbditos quedó tachonado por la oscuridad. Ni una brizna de luz escapaba al muro de la nube negra. La vida se suspendió en espera de que el soberano recobrase su alegría. Sin embargo, este no hacía más que llorar y rascarse. Incapaz de permanecer en su trono, se dirigía a ciegas hacia el bosque, ya sin necesidad de camuflarse. Pero, nada más poner un pie en el camino, una colmena de abejas se abalanzaba sobre él.

Toda la tenacidad de la que carecía para guiar a su pueblo la empleaba en resistir los aguijonazos. Las abejas solo se retiraban cuando se retorcía de dolor. En ese instante de agonía, la Abeja Reina lo agarraba y lo depositaba en la puerta de su palacio. Allí descansaba durante horas, hasta que se sentía con fuerzas suficientes para volver al bosque y ser expulsado de nuevo.

Las picaduras surcaron su piel y su salud atravesó la línea de la extrema debilidad. Su mano rozó la cuerda que en el pasado utilizara para deslizarse al exterior. Acopió todas sus energías y se encaramó en el alféizar de la ventana. Miró abajo y solo vio un precipicio de tinieblas.

-¿Acaso con mi muerte aclararía para siempre el día?

9 comentarios:

  1. Carlos, veo la cuentística hindú y china en este relato tuyo. El conocimiento en el arte y el arte como conocimiento.

    Saludos

    ResponderEliminar
  2. Mucho tenemos que aprender de otras culturas. Creo que numerosas incompatibilidades teóricas son fruto de la ignorancia y de la incomprensión.

    ¡Saludos, Bocanegra!

    ResponderEliminar
  3. Un relato muy agradable de leer. El simbolismo del que lo impregnas lo dota de una profundidad que impresiona Mi más ferviente enhórabuena.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Gracias. Este relato está escrito con un estilo más clásico, parecido al de mis primeros textos serios. Pero creo que lo justificaba el tono y las características de la narración.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  5. Muy buen relatos Carlos; sigue así, deleitándonos

    ResponderEliminar
  6. Muchas gracias por tu comentario, Perro Gemelo. Este blog no tendría sentido si no fuera por lectores como tú.

    Un cordial saludo

    ResponderEliminar
  7. Es un relato que te deja unido a la historia desde el principio hasta el final. Enhorabuena

    un abrazo


    fus

    ResponderEliminar
  8. Me alegro que te gustara, Fus. Nunca se me pasan las ganas de contar historias, aunque ahora me estoy tomando un pequeño descanso después de terminar la novela.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  9. He estado leyendo tu blog y en mi humilde opinión te creo merecedor del premio Liebster Blog. Felicidades!

    Enlace: http://quantaoutofnowhere.blogspot.com.es/2012/04/noticias-de-ultima-hora-en-este.html

    ResponderEliminar