miércoles, 9 de junio de 2010

Traición fraternal

Como por algo hay que empezar, voy a publicar mi relato más exitoso hasta la fecha, pues ha sido seleccionado por la editorial Kit Book para ser publicado el próximo 30 de junio. Muchos ya lo habréis leído... y a alguno os regalaré el libro, pues adquiero 10 ejemplares por ser uno de los autores.


Traición fraternal


Otra vez se ha encerrado en su habitación. Oigo cómo aporrea su portátil. Lleva dos o tres horas sin parar, y lo más probable es que se pase así toda la tarde. Las palabras son la única grieta de su hermetismo.

A mí siempre me ha gustado escribir, pero soy un tipo sensato y sé que los libros no dan de comer. Ya lo dijo Azaña hace muchos años: la mejor manera de guardar un secreto en este país es escribirlo en un libro. Pero Azaña no dijo que hay un lugar todavía más seguro para guardar un secreto: dentro de uno mismo. Mi hermano guarda en su interior suficientes secretos para escribir una enciclopedia. O eso, o directamente no siente nada. La verdad, nadie lo sabe. Mi hermano apenas habla, y sin embargo escribe mucho. Se pasa el día en casa leyendo libros, mezclando situaciones novelescas, inventando personajes. Y, por supuesto, estudiando gramática. Escribe con verbo grácil, nombre concreto y adjetivo preciso. Aunque es difícil juzgar a un miembro de tu familia, yo diría que escribe muy bien. No es un genio, pero tiene un don. Es capaz de expresar en palabras emociones que jamás ha experimentado, al menos de un modo perceptible para el resto del mundo.

Yo, su único apoyo desde que murieron papá y mamá, sólo había sido capaz de vislumbrarle en una ocasión un atisbo de sentimiento. El milagro ocurrió cuando le conté que había logrado que le publicasen su novela La soledad de un ángel. Me pareció que alguien del más allá le dibujaba una sonrisa en sus labios pálidos, que una luz se encendía en sus ojos oscuros, que su carrillo adquiría un tono sonrosado. Pero la ilusión se disipó con la velocidad de un misil. Enseguida volvió a encerrarse en su cuarto a teclear con mayor ímpetu si cabe.

Salía muy poco de casa, sólo para comprar el pan si yo se lo pedía. Todos mis amigos se llevaban una sorpresa cuando les revelaba que tenía un hermano. No sé si era feliz, pero al menos estaba tranquilo. Los problemas surgieron cuando en la editorial llamaron para decir que el libro se estaba vendiendo muy bien, y que iban a publicar una segunda edición. El éxito de su novela no se apaciguó en los siguientes meses, y las ediciones se fueron sucediendo. Y no sólo eso. Escribió dos libros más, que no tardaron en situarse en la temible lista de los superventas. Quiero pensar que, en esta ocasión, la calidad literaria se correspondía con el valor comercial de la obra. El caso es que el nombre de mi hermano empezó a sonar más fuerte que sus agresiones a las teclas.

Tuve que convertirme en su agente literario. Ya no bastaba con revisar mínimos aspectos de ortografía, llamar a un amigo editor y enseñarle el producto como la primera vez. Tenía que acudir a muchas editoriales y negociar las condiciones: los porcentajes que se llevaría el autor, el tiempo de duración del contrato y el número de ediciones que comprendería, el precio mínimo del libro, el anticipo… La anécdota de la primera publicación transformó mi forma de vida. Nunca dejé mi oficio de abogado, pero fui confinándolo cada vez más, porque trabajar para mi hermano me daba mayores beneficios. Podía disponer con libertad de su dinero, pues nunca quiso emplearlo en nada. También tuve que doctorarme en disculpas ante los periodistas: enfermo, cansado, ausente, ocupado, estresado… ya no sabía qué decir para negarles las entrevistas. Y era yo el que me estaba estresando de verdad.

No sé en qué momento ocurrió. Durante todos estos años, no sentí otra cosa hacia mi hermano que compasión. Pero su inesperado éxito, y el trabajo que me ocasionaba, empezaron a generarme cierta frustración. Al principio intenté descifrar los códigos de su literatura. ¿Cómo podía provocar tantas emociones en los lectores, cuando no habría sido capaz ni de mirarlos a la cara? No podía explicármelo, ni yo ni él. Ahora lo entiendo, ahora veo coexistir su incapacidad en armonía con su talento. Pero en mi ceguera, en mi envidia… le presioné. Le dije que se acabó. Que ya no iba a ser su agente ni a responder por él ni a buscarle editorial nunca más. Entonces creí percibir en su rostro una segunda emoción. Bajó la mirada como hacía siempre cuando se le terminaba de hablar. Pero lo hizo de un modo distinto, más lento, más solemne, más pronunciado... Su cabeza descendió a la altura de su pecho y se quedó mirando el suelo con fijeza. Esperé un rato y lo observé con severidad. Sabía que era un gran conocedor del lenguaje. Si era capaz de escribir de esa manera también tenía que hablar con fluidez, no con monosílabos o frases cortas como solía hacerlo.

Lo único que dijo fue “entiendo”, con un tono que podía ser triste, indiferente o glacial, pero nunca alegre.

-¡Tú no entiendes nada, maldita sea! —y cerré de un portazo.

Me fui al salón y me conecté a Internet con mi ordenador portátil. No quería saber nada de mi hermano, pero enseguida recibí noticias suyas. Esta vez sonaron nerviosas, titititi, pausa, titititi. Tomé una decisión repentina.

-Falta pan y yo estoy muy ocupado. Ve a la panadería ahora mismo.

Mi hermano salió corriendo. Huyó de mí. Entonces me introduje en su habitación, un espacio pequeño y agobiante por la acumulación de libros situados en desorden desde el suelo hasta el techo. Tiré unos cuantos mientras me abría paso hasta su ordenador, un modelo HP ya anticuado. Armado con un Pen Drive rebusqué en sus archivos y los copié todos. Justo estaba saliendo de su cuarto cuando él llamó. Nunca cogía las llaves, esperaba a que yo le abriese.

En cuanto volvió a encerrarse en su habitación, inspeccioné uno por uno sus documentos. El título de todos ellos incluía la palabra ángel, pero la mayoría estaban casi vacíos. Apenas había escrito unas palabras: montaña, desierto, rivera, locura, silencio. Pero había un archivo, titulado La soledad de un demonio, de 252 páginas. Supuse que era la novela en la que estaba trabajando durante los últimos meses. Empecé a leer con avidez. La historia trataba de un joven huérfano que se iba a la guerra civil. Allí se transformaba en un lobo hambriento de sangre, que ejecutaba por cobardes a varios de sus compañeros en el frente de batalla. Los cinco capítulos anteriores llevaban nombres de episodios históricos y el que estaba apenas comenzado se titulaba La batalla de Cartagena, que fue la última ciudad en rendirse a los franquistas. Por el desarrollo de los acontecimientos (cuya crudeza se acrecentaba en cada capítulo), se me hizo obvio que la novela acabaría a la vez que el conflicto.

Decidí que ya estaba bien de hacer el trabajo gris para mi hermano. Esta vez yo tendría un papel decisivo en la creación: sería el encargado de terminar su obra. Durante las semanas siguientes me taladré la cabeza en busca del final más adecuado, y estoy seguro de que él hacía lo mismo. A veces nuestros teclados sonaban simultáneamente, pero con distinto ritmo: el mío disperso, irregular, como una sinfonía cuyo director vacila… el suyo firme, tenaz, decidido.

Dudaba entre matar al protagonista u otorgarle las condecoraciones de mayor distinción, de la mano del Generalísimo. Opté por la segunda alternativa, confiando en que los lectores clamarían de indignación y eso les pondría contentos. Cuando estuve satisfecho, envié las 303 páginas a las principales editoriales con las que ya tenía tratos. Una tras otra, rechazaron mi propuesta. Decían que el final no era el adecuado, que rompía el tono de la obra, y sugerían cambios en las últimas cincuenta páginas. Lo demás estaba impecable.

La frustración creció dentro de mí como un tumor. Desesperado, mandé de nuevo al escritor mudo a comprar el pan, para ver de qué forma había resuelto su libro. Él mató al protagonista en la batalla final de Cartagena. Su compañero más allegado lo traicionaba, arrojándole una granada por la espalda cuando había prometido cubrirle. Tras leer aquello, fui a buscar a mi hermano a su reducto y lo abracé con todas mis fuerzas.

2 comentarios:

  1. Me encantó el relato.
    Supongo que en nuestro interior todos poseemos un hermano así de lúgubre,pero igualmente así de tenaz, al mismo tiempo que cohibido...
    Aprender a sacar a ese hermano es nuestra tarea como aspirantes a escritores, aunque vos ya lo sos un poco más que yo...
    Te encontré en un grupo de Facebook, clickeé el enlace de tu blog y me apareció esto: tus escritos muy bien redactados y con una fluídez demasiado agradable...
    Te felicito mucho y espero tu visita en mi blog, en el cual escribo casi solo por capricho.

    Acá el enlace:

    http://desoliloquiosydeformaciones.blogspot.com

    Nos leemos, un abrazo.

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  2. Es lo primero que leo de este blog y me parece buenísimo. Seguiré leyéndote, no lo dudes.

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