miércoles, 8 de agosto de 2012

La introspección, ese endemoniado ángel

La peor tristeza es aquella que se ha insertado en nosotros de tal manera que ya casi ni la distinguimos de un estado normal del ánimo. Es aquella de la que nada puede aprenderse y que se ha vuelto parte de la rutina. En cambio, una tristeza puntual puede ser un faro que alumbre nuestro interior.
  
Al fin y al cabo, como enseña Rilke con brillantez y profundidad en sus Cartas a un joven poeta, http://www.librosenred.com/TriviaRegalos/1a2s3d4f/6515-Cartas%20a%20un.pdf es en su interior donde cada ser humano graba su destino, y donde debe buscar las respuestas que necesita.
 
En vez de eso, la mayoría de mortales nos dedicamos a olfatear confusamente en el exterior, lo que nos sitúa a completa merced de la intemperie y del azar. Lo que llamamos oportunidad es con frecuencia un señuelo que no sabemos reconocer. A diario nos sobrevuelan cientos de señuelos, algunos con verdadero atractivo, que nos alejan de nuestro centro. Pocos comprenden a los sabios solitarios que se recluyen y se escrutan a sí mismos con sinceridad, sin miedo a encontrar joyas envenenadas u obsesiones ocultas. Porque puede uno visitar cada país del planeta, pero nunca conocerá todos los rincones de su mente.
 
No sé si hay una persona en el mundo completamente feliz, pero si existe tal vez esté tan vacía por dentro como las arcas del Estado. Yo no quiero la felicidad del salvaje ni la del ignorante. Lo que busco es una felicidad ilustrada, si bien creo que tampoco existe. Pero es de sobras conocido que lo esencial es la búsqueda, no los resultados que arroje.

miércoles, 1 de agosto de 2012

¡Mi libro de relatos da el salto a la red!


Al final me he decidido a publicar mi libro de relatos “Juicio a un escritor” en Internet, conjuntamente con la editorial de nuevo cuño People Ebooks. https://www.peopleebooks.com/
Sabéis que el libro ya se publicó en papel hace meses, en una edición reducida del Gobierno de Aragón, por haberle sido concedido el Primer Premio en el Concurso de Literatura Joven del Instituto Aragonés de la Juventud. De hecho se puede encargar aquí, a un precio de 6 euros: Literatura Joven 2011

Sin embargo, con la intención de que esté fácilmente disponible desde cualquier lugar, lo lanzo a la red para que sean los lectores quienes decidan dónde se encuentra su sitio. Los e-books tienen sus partidarios y sus detractores, pero son una realidad que cada vez se vuelve más importante. Los libros tradicionales siguen conservando su encanto. Han materializado y simbolizado la cultura durante siglos. Pero, en la segunda década del siglo XXI, se han abierto camino nuevos formatos. La gran ventaja de los e-books es que reducen los costes y el número de intermediarios. Por este motivo, “Juicio a un escritor” se puede adquirir por menos de un euro. Previamente hay que registrarse aquí (solo pide un nombre de usuario, contraseña y email):  Alta Usuario

Después, en el siguiente enlace se debe presionar en “Comprar”, Juicio a un escritor  y a continuación ir al carrito que aparece en la parte superior derecha para completar la adquisición. Es más rápido hacerlo que explicarlo, os lo aseguro.

La obra ha sido maquetada en formato ePub, el estándar de la industria digital. Por tanto, será posible leerla mediante e-Readers, tabletas, móviles inteligentes y ordenadores. El libro es básicamente el mismo que fue premiado a finales de 2011. Lo componen 16 relatos independientes y heterogéneos. Sin embargo, he corregido varias erratas de la edición en papel y se le ha incluido un índice. También me he asegurado de que la versión digital sea de cómoda visualización. Si disponéis de un aparato con tinta electrónica, vuestros ojos apenas notarán la diferencia respecto al papel.

Espero que quienes no hayan leído el libro disfruten con él, y os agradecería a todos que me ayudarais a darlo a conocer a través de redes sociales o cualquier otro medio que consideréis apropiado.

Saludos y que disfrutéis del verano : )

martes, 24 de julio de 2012

Algunas impresiones de mi viaje a Galicia



La carga del saber no está hecha para todos. Muchos curiosos insuficientemente sabios no pueden soportarla. Yo creo que el escritor perfecto debería saberlo todo sobre el mundo y sobre los hombres; conocer cada región, cada sentimiento y cada idea… y acertar con las palabras que más se acerquen a su expresión. Ambas cosas son imposibles. Por tanto, hay que “saber saber” sin abrumarse, y aceptar que lo que se conoce es siempre poco, por mucho que se lea, se viaje y se aprenda.

De todos modos, nos gusta viajar por todas partes con ingenuo entusiasmo. A veces nos sirve solo para comprender que nada es tan radicalmente distinto a como habíamos pensado, y que las mayores diferencias son construidas por ficciones humanas. Fotografiamos lo que no entendemos, formas que se nos escapan, paisajes fugitivos…

Sin embargo, en mi reciente viaje a Galicia he comprobado que se trata de una región con fuerte personalidad. Allí, los acantilados se confunden con barcos vivos que se aventuran en el océano, respetuosos en su gallardía. En cambio, algunas embarcaciones parecen incapaces de avanzar en las aguas infinitas. También hay edificios cuyas ventanas se asemejan a las de los camarotes de navíos.

Las fronteras entre el agua y la tierra se desdibujan en los paisajes gallegos, y uno se cree capaz de atravesar el aire y de abarcar el océano con la mirada. En realidad, el ser humano apenas ha dispuesto algunas modestas islas en el paisaje, con ingenio pero sin excesivas pretensiones. Las pequeñas cascadas del mar explotan en acantilados. La nieve artificial se acumula en las ventanas. Las aves vuelan a ras de suelo, expresando con sus voces todos los sentimientos, o se detienen en las rocas en actitud meditativa. Viejos amantes de Dios rezan en las iglesias. Los mosquitos revolotean en monasterios olvidados.

En Pontevedra, ciudad bulliciosa y entusiasta como pocas, presencié un concierto de jazz al aire libre. Dado el numeroso público asistente, tuve que colocarme lejos del escenario, de manera que no podía observar a los músicos con claridad. Pese a ello, aprecié que tres de ellos eran calvos. El que se hallaba más a la derecha tocaba la batería con ritmo frenético. El situado en la parte izquierda tocaba el piano y se encontraba de espaldas al público, de modo que no le veía la cara, pero sus gestos (así como los sonidos que creaba) eran pausados y elegantes. Se me ocurrió que tal vez el hombre de la batería era el mismo que el del piano, expresando las dos partes más antagónicas de su personalidad a través de la música, en el mismo sentido que el personaje protagonista de “El lobo estepario”, obra maestra de Hermann Hesse. 

Todo lo que escribo es, por supuesto, el reflejo de mi percepción subjetiva. No soy buen fotógrafo, pero si tenéis cuenta en Facebook podéis mirar aquí las imágenes que he captado en mi viaje: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.4412814282819.180021.1362653143&type=1  En cualquier caso, diría que Galicia es sobre todo un lugar estupendo para detener incluso el rumor de los pensamientos y escuchar la melodía de la naturaleza. No es ella quien se separa del hombre. Al contrario, se esfuerza en facilitar el reencuentro regalándonos sus innumerables bellezas.

domingo, 15 de julio de 2012

El Consejo de Maestros aprueba la Guía para el uso racional del idioma


Después de largas e inteligentes deliberaciones, nuestro Gobierno ha decidido establecer lo que algunos han dado en llamar “impuesto por palabras” (un portavoz del Consejo de Maestros lo ha definido con mayor acierto como “Guía para el uso racional del idioma”). En efecto, a partir de ahora las personas que pronuncien más de mil palabras al día o escriban más de doscientas deberán pagar un euro por cada palabra extra.
Nuestro Presidente ha explicado que el objetivo de esta medida es “promover un uso responsable e inteligente del lenguaje”, evitando así insidiosos rumores y conversaciones sin sentido. Como ha declarado el Presidente, “el lenguaje es un bien muy valioso que no debemos desperdiciar”, ya que sería un grave error “hablar más de lo que se tiene que decir”, algo que por desgracia ocurre constantemente.
Como es natural, los medios periodísticos pueden exceder el límite de palabras, puesto que “realizan una impagable labor de comunicación” de los proyectos gubernamentales. Desde nuestra humilde redacción queremos darle las gracias al Presidente por su enorme generosidad. Le prometemos seguir con la labor informativa que emprendimos hace ya muchos años, y en la que continuamos creyendo con firmeza. Somos conscientes de que los medios tenemos la gran responsabilidad de contextualizar cada una de las declaraciones del Gobierno, explicando a los ciudadanos su profundo significado. Asimismo, nos aseguraremos de que nadie se pierde ni una sola palabra que el Presidente y sus Maestros decidan expresar.               
Con objeto de llevar a buen término la Guía para el uso racional del idioma, se repartirán en los 587.496 edificios gubernamentales las máquinas correspondientes que medirán el número de palabras empleadas por cada ciudadano. Aunque sin duda es innecesario, se recuerda que su utilización es obligatoria las 24 horas del día. El Gobierno ha establecido el apropiado tiempo de un mes para que todos tengamos ya instalado el aparato en nuestros cuerpos. Todavía no se sabe el aspecto o la forma de la máquina, pero desde el Consejo han asegurado que su uso no conllevará efectos negativos para la salud, así que nos quedamos tranquilos.
El contenido completo de la Guía aún no ha sido publicado, pero este periódico ha podido averiguar que el empleo de algunos vocablos permitirá ampliar el número de palabras que cada persona estará facultada para expresar. Por otro lado, también se facilitará la lista de insultos que estará prohibido emplear en cualquier circunstancia. Su uso reiterado será castigado con la mudez absoluta y, en casos extremos, con la cárcel.
En los próximos días tendremos el placer de seguir informándoles de los detalles pormenorizados de esta nueva medida auspiciada por el Gobierno con la independencia, objetividad y rigurosidad que nos caracterizan.

lunes, 9 de julio de 2012

La muerte del cardo



Como cada día – exactamente igual que cada día– vas al parque que está a cinco minutos de tu casa. Cae el atardecer. Atraviesas la sombra que el sauce proyecta al inicio del camino. Durante el invierno es un lugar solitario y olvidado. En la época veraniega es frecuente que los niños se columpien, se persigan o se escondan. No les prestas atención, ni a ellos ni a las parejas que se besan alguna vez entre los árboles. Tienes un objetivo.

Subes unos escalones y tuerces a la izquierda. Recorres la pasarela que discurre sobre el lecho fluvial. El agua te acompaña con su callado susurro. Miras hacia delante avanzando con pasos lentos, solemnes. No conoces el lenguaje de la prisa. Tus pulsaciones se ralentizan a medida que te acercas a la meta.

Florecen los cardos detrás de la escultura del viejo emperador. Siempre están ahí envueltos en su carne violácea, un poco apartados y con sus espinas incontables apuntando en todas direcciones. Nunca te has atrevido a tocarlos, pero cada día te arrodillas ante ellos, sacas tu cámara réflex y lanzas decenas de instantáneas que desnudan sus detalles íntimos. No se te antoja una labor repetitiva. Fotografías el tallo, la flor, el suelo en que se asientan. Maximizas el zoom para captar la soledad de cada espina. Cuando tienes suerte, retratas a una abeja en plena polinización. En ocasiones te miran insectos o personas, pero no hay ojo capaz de distraerte ni voz que llegue a tus oídos.

Una vez has finalizado regresas a casa. Tus pasos son más ágiles. Estás deseando encender el ordenador y observar las imágenes en el programa de retoque fotográfico. Aumentas el contraste, ajustas el brillo e incluso modificas los colores; en tus imágenes más artísticas, los cardos se disfrazan de arcoíris y cada espina posee su propio matiz. Después guardas los archivos originales en una carpeta del disco duro y los modificados en otra. En total son 296 462 imágenes hasta el día de hoy.

Al día siguiente, de nuevo sales a tiempo para contemplar los cardos iluminados por el atardecer. Es primavera y luce el sol. Los rayos palpan tu piel como una caricia templada. Una brisa irregular sacude las hojas del sauce. Aceleras el paso. Sientes que una amenaza se despliega en el aire invisible. Los sonidos de las aves te inquietan, como si hubiera cambiado su canto. Ni siquiera la figura estable del emperador mitiga tus pulsaciones.

Empiezas a correr. Levantas los pies del suelo con desesperación, impulsado por una extraña llamada de socorro. Enseguida alcanzas la zona de los cardos. Pero no hay cardos. Tan solo un amasijo de hierbas aplastado por una fuerza implacable, tal vez mecánica. Te derrumbas y lloras.    

lunes, 2 de julio de 2012

El acierto de equivocarse




Así como el universo se expande, tal más rápido que la luz, deben ampliarse cada día nuestros horizontes. Cada jornada debe ser como un nuevo cuadro vital. Una nueva sensación, un nuevo olor, una palabra diferente… cada novedad ha de ser celebrada como extensión del espíritu, incluso si a primera vista parece ejercer una influencia negativa en nuestra existencia.

Las consecuencias de todo son siempre imprevisibles a largo plazo, puesto que la naturaleza de la vida se basa en el caos y en el azar. Así pues, esforcémonos en ver más allá de lo obvio, y quizá con el tiempo seamos menos ciegos. Evitemos caer en el vicio de las luces de neón. Para saber donde están mis ojos, no necesito luz. De hecho, a veces es en la oscuridad donde uno se encuentra más fácilmente. Las luces brillantes, así como las impresiones fuertes, suelen nublar el juicio.

Y tampoco cometamos la equivocación de canonizar la experiencia como único referente de nuestros actos y pensamientos. Decía Oscar Wilde que uno nunca lamenta sus propios errores. Tal vez sea así. Quizá la mejor manera de aprender de los errores sea aislándonos y no pretendiendo que se conviertan en una norma universal. Lo que un día fue un error, puede ser un acierto al siguiente. Y es preferible equivocarse muchas veces que acomodarse en la inacción.      

lunes, 25 de junio de 2012

El alma de los caídos



Mi trabajo es un tanto desagradable, incluso equiparándolo con el de los sepultureros. A ellos se les compara con los buitres que se alimentan de los muertos. Sin embargo, nunca se ven obligados a ahuyentar a los gusanos o las aves que devoran los cuerpos en putrefacción.

Me llaman el guardián de las almas, un título que deploro por su grandilocuencia. Casi nadie pronuncia la palabra “alma” de manera normal. Muchos exageran y alargan las dos primeras letras, como si creyeran que la suya les fuera a abandonar si no le diesen coba.

Las ánimas son pesadas y orgullosas. Durante la existencia del sujeto permanecen encerradas en su interior. A juzgar por sus actos parecería lógico suponer su inexistencia, como de hecho conjeturan algunos humanos. Pero, una vez se ha descompuesto la carne en la que parasitan, convirtiéndose en un refugio débil y desagradable, rompen los últimos pedazos y salen al exterior. Las más revoltosas se manifiestan en forma de fuegos fatuos, pesadillas o apariciones. Esto resulta de gran inconveniencia para los vivos, que no reconocerían un alma ni aunque estallara en fuegos artificiales delante de sus narices y escribiera su nombre en el cielo. Tan solo notan, al presentirlas, una vaga inquietud o una comezón cuyas consecuencias pagan sus semejantes.

A veces me pregunto qué utilidad tienen y si serían prescindibles. Pero, por lo visto, su presencia es inevitable. Se han encargado de crear su espacio y de cerrarlo a intrusiones. ¿Qué se diría de una nación de habitantes desalmados? Se les consideraría extraños y poco confiables. Provocarían el temor a un contagio y se les aislaría.

Por tanto, resulta imprescindible conducirlas a lugares apartados donde se reúnen y discuten hasta el final de sus días –que, por desgracia, son eternos–. Dado que su supresión no es viable, no queda otra alternativa que soportarlas. Mi labor consiste en evitar que se pierdan en el camino hasta sus moradas: viejos museos abandonados, casas ruinosas, barrancos inhóspitos… todos aquellos lugares que los humanos han decidido premiar o castigar con su olvido. Allí reconstruyen una parte de los recuerdos de sus antiguos huéspedes y ciertos aspectos de su personalidad (sobre todo sus peores inclinaciones y la incapacidad para escuchar o comprender a los otros).

Cuando no tengo trabajo las vigilo de cerca y me asombro de su infinito parloteo, su dominio de un léxico de siglos y su talento para interrumpirse e insultarse. Acostumbran a discutir por la comida, por ejemplo, que no necesitan y en cuyo consumo no encuentran la menor gratificación, salvo la de arrebatársela a otra alma. En realidad cualquier motivo sirve si acrecienta la ira y las críticas de las demás.

Me alejo de las riñas siempre que puedo, con la excusa de satisfacer alguna de sus reclamaciones. Una de las más viejas estriba en recuperar un alma extraviada en España desde hace más de treinta y cinco años: la de un tal Francisco Franco. Al parecer los problemas que ha causado no se acaban nunca. Algunas la califican de traviesa, otras de gloriosa, perversa o desalmada, sin reparar en lo absurdo de ese último adjetivo. Se les ha aparecido a miles de personas, tanto en el sueño como en la vigilia, ya sea pegando tiros o saludando en desfiles, en bragas y en calzoncillos, como un dios o como un demonio. No exagero si digo que se trata de una de las ánimas más buscadas del planeta.

Me dispuse a atraparla por cualquier medio a mi alcance. Comencé mi búsqueda en el Valle de los Caídos, donde se dice que se hallan sepultados sus restos. Pero un alma no aguanta tantos años bajo la sombra de un organismo que se ha convertido en un amasijo de huesos. Les indigna que los miembros en que antes viajaban gratis se marchiten de un modo tan gris y deprimente. No rondaba por allí.

Escuché rumores que insinuaban su presencia en un lugar llamado Congreso de los Diputados. Allí suelen mentar a Franco, sin constancia pero no del todo esporádicamente. Creí que podría colarme en alguna de las sesiones que celebran los políticos y distinguir una huella de su alma en sus bocas, entre las columnas o bajo los asientos. Atravesé las puertas del Parlamento –lo único que perciben de mí los humanos son mis letras, si lo deseo– y seguí el rumor de las voces provenientes de una cámara plagada de butacas y personas que acechaban en ellas.

Al entrar me atacó la extraña sensación de que me había equivocado de pleno. Un hombre trajeado se dirigía desde una tribuna a un público en su mayoría receloso.  Algunos de los presentes emitían bufidos o agriaban su expresión coincidiendo con los momentos de mayor intensidad del discurso. Encima del orador, otro hombre con el que me identifiqué de inmediato trataba de poner orden cada pocos minutos, cuando los murmullos y exclamaciones se exacerbaban. “Por favor, por favor”, decía mientras se pasaba un pañuelo por la frente.

Logré contener el deseo de marcharme, tomé asiente en los peldaños de una escalera dorada y escuché a todos los parlamentarios, que hablaron de no sé muy bien qué. No me interesan los asuntos de los vivos. La única palabra que quería escuchar era “Franco”. La oí en alguna ocasión, sobre todo el plural y el adverbio terminado en “mente”, pero sin referirse a lo que buscaba. Ese vocablo tiene numerosas acepciones, según había podido consultar: sencillo, sincero, ingenuo, leal, liberal, dadivoso, bizarro, elegante, desembarazado, libre, exento, privilegiado, patente, claro… ¿Cómo pretenden que exprese tantas cosas?

No hallé rastro del ánima de Francisco Franco ni lo busco ya, pues creo que se ha convertido en un mito. Pero me pareció que muchas almas latían en aquel concilio, como si ellas me persiguieran a mí en vez de yo a ellas. Me alejé y prometí no volver nunca al Congreso. Ahora temo la defunción de esos hombres y mujeres; temo la fecha en que sea responsabilidad mía controlar sus trifulcas. Si batallan así cuando aún duermen sus almas, ¡qué no dirán estas al excitarse y erguirse sobre sus cadáveres!