Un hombre trajeado se ajusta la corbata morada en un vagón de tren. A su derecha, una anciana que ojea una revista sobre moda. Enfrente, un asiento vacío. A su izquierda, una ventanilla tapada por una cortina roja. La mole empieza a moverse. El hombre se peina los cabellos castaños con un gesto displicente. Se reclina en el asiento y relaja su espalda; en tres horas asistirá a una reunión de negocios, y debe mantener la cabeza libre de distracciones. Cierra los ojos. Piensa en números, datos, bancos. No piensa en ella. El tren ya ha alcanzado su velocidad de crucero. Abre los ojos. Decide apartar la cortina para ver qué paisaje deja atrás: una llanura seca, color amanecer. No le interesa.
Va a cerrar la cortina cuando ve algo que le asombra: unos labios se han plasmado al otro lado del cristal. Su primera reacción es tocarse los suyos, como si temiera que se hubieran incrustado en el exterior de la ventanilla. Están en su sitio. Después se fija mejor en los detalles. Son unos labios carnosos de mujer: el superior describe una M estilizada, y el inferior un suave semicírculo. Se hallan entreabiertos y, en apariencia, sostenidos en el vacío, con el aire y el cristal como únicas sujeciones. Poseen un brillo carmesí antinatural, casi ostentoso.
El hombre mira con malos ojos la aparición. Cree reconocer esos labios. Los ha visto, los ha tocado, los ha besado. Podría distinguir esos labios en un mostrador donde estuvieran expuestos todos los labios femeninos del mundo. Pero no le interesan. Cierra los ojos, convencido de que la visión se habrá esfumado en cuanto vuelva a abrirlos.
Espera cinco minutos y comprueba que los labios siguen ahí, persistentes en su provocación. Mira en torno. La anciana sigue leyendo, y algunos pasajeros se deslizan silenciosos por el pasillo, camino de la cafetería o los lavabos. Nadie mira hacia la ventanilla. De pronto, el hombre siente un arrebato de vergüenza: esos labios son un secreto intolerable. Se inclina unos centímetros y pone la mano sobre el cristal para taparlos. Entonces los labios se reflejan en el dorso de su mano, como si hubieran abandonado el cristal y atravesado su carne. Horrorizado, aparta su mano y lanza una mirada en derredor, con los ojos desorbitados por el miedo. Nadie se fija en su drama.
Pasan los minutos. Los labios siguen ahí, mirándole. Su brillo se atenúa por momentos. El sol penetra con fiereza en el vagón, y la anciana le pide que corra la cortina. Sus arrugas apuntan hacia el cristal, pero no muestran ninguna expresión de sorpresa. Él se niega a atender la petición. Dice que necesita mirar el paisaje. Molesta, la mujer se sitúa enfrente de él y prosigue impertérrita su lectura.
El hombre se rasca el pelo y se muerde la corbata sin darse cuenta. Sus dedos asemejan las patas nerviosas de un arácnido. Su mirada y los labios se han atrapado. Apenas parpadea, apenas respira, y eso le permite observar el cambio que se produce al otro lado del cristal. Poco a poco, de un modo apenas perceptible, los labios van menguando de tamaño y perdiendo su fulgor.
El tiempo pasa. El tren se acerca a su destino. Pero al hombre le seduce la idea de que su destino está junto a los labios de mujer que todavía le miran. Se impacienta. Mira el reloj del tren y el de su muñeca. De pronto se percata de que no está vigilando los labios, y un súbito temor le recorre el espinazo. Siguen ahí, pero su milagro es cada vez más tenue. Ahora no son más grandes que los de una niña pequeña, y una palidez fantasmal les ha despojado de color. Pero él sigue contemplándolos con los ojos ilusionados. Ansía la llegada para correr hasta ellos. Los estrechará entre sus manos y los guardará para siempre junto a él. No habrá números, bancos ni datos capaces de deshacer el vínculo que le ata a esos labios.
Una voz anuncia su parada, que es la última de la línea. La vieja se levanta antes que él. Recoge su equipaje del área superior del compartimento. Su maleta también es la última. Avanza por el pasillo, arrastrando el equipaje con la cabeza vuelta hacia los labios. Los vislumbra unos segundos hasta que un hombre gordo se pone en medio. Entonces se agita y acelera el paso. Adelanta a la vieja en el andén y corre hasta la parte exterior de su ventanilla. Supone que los labios seguirán ahí suspendidos, aguardándole. Desfila a grandes zancadas, abriéndose paso a empujones y escrutando cada ventanilla. Recuerda el número de la suya, pero desde fuera no puede reconocerlo. Todas son casi idénticas: láminas de cristal apenas distinguibles por la forma de sus manchas. Recorre el tren desde un extremo hasta el otro. Golpea los cristales con los nudillos, grita que ha perdido sus labios y se agacha entre los raíles para buscarlos. Ni rastro.
Pronto los motores reemprenden su rugido domesticado. Se incorpora justo a tiempo. Mientras ve cómo el tren se aleja, se pone la mano en el pecho y palpa con sorpresa el latido de su corazón: es la primera vez que lo escucha.
viernes, 6 de agosto de 2010
miércoles, 28 de julio de 2010
Mentiras y recuerdos
Cuando la madre de Isaac le preguntó a su hijo de doce años por qué había tardado tanto en regresar de la escuela, el chico le respondió que estaba haciendo los deberes en la biblioteca. Un par de chicles con sabor a menta y un buen lavado de manos hicieron el resto. Su madre no se enteró de que Isaac fumaba hasta que éste cumplió los 18 años.
Era un chaval bajito, con orejas de conejo y nariz de camaleón. Sus brazos flácidos contrastaban con la fortaleza de sus cabellos, siempre desmelenados sobre los hombros. Isaac descubrió a los doce años el poder de la mentira y jamás se le ocurrió contrastarlo con el poder de la memoria.
A los quince años, Isaac ya había cubierto todas las lagunas de su mente con los charcos de su imaginación. Si olvidaba comprar el pan, de inmediato se recobraba inventando un examen de física. Si suspendía un examen, enseguida fraguaba ante sus padres una conspiración en su contra.
Asentado en el vicio de inventar, a Isaac se le ocurrió que podía vivir de ello. Sin embargo, le abrumaba la idea de crear historias. Prefería que otras mentes diseñaran los argumentos y los personajes. Después él se encargaría de darle vida incluso al guión más pétreo.
Isaac vivía en la ciudad de Zaragoza desde que tenía memoria. Aunque nacido en Calatayud, sus padres se mudaron a la capital aragonesa en busca de mayor protagonismo político. Una vez convencido de su vocación de actor, Isaac no dudó en presentarse en el Teatro Principal de Zaragoza para ofrecer sus servicios. Su padre, Concejal de Cultura del Ayuntamiento y juguete apacible de las mentiras de su hijo, movió los hilos necesarios para que Isaac hablase en persona con la directora del Teatro.
-Sólo les pido que me prueben. Denme los papeles más difíciles, aquellos que los actores profesionales consideren imposibles de representar. Estoy dispuesto a trabajar gratis, hasta que les convenza de mi valía.
-Y entonces pedirás una fortuna.
La directora, una antigua actriz ya jubilada, tenía unos setenta años, una voz de cuervo granizado y al menos tres cicatrices en su rostro: a Isaac le pareció que la más grande asemejaba la forma de una estrella.
-Ay, chiquillo. Así que quieres ser actor. Veamos, ¿qué experiencia tienes?
En la mente de Isaac se encendió el recuerdo de una charla familiar. Él no era natural de Zaragoza. Dudó un instante; podía ser Calatayud o Terrer. No estaba muy seguro, ¿pero qué diferencia hay entre la mentira y el recuerdo?
-Tengo experiencia en el teatro de Terrer, señora.
-¿En el teatro de Terrer? ¡Pero si en Terrer no hay más teatro que el de las putas! ¿Acaso has trabajado allí, bribón?
-No, no, señora, en absoluto —repuso Isaac, abochornado. Es que yo… eh…. Como usted sabrá, la vida no es más que teatro. Y la vida está en la calle. Eso es, empecé a trabajar en la calle y…
-¡Y en la calle te condeno a trabajar!
Era un chaval bajito, con orejas de conejo y nariz de camaleón. Sus brazos flácidos contrastaban con la fortaleza de sus cabellos, siempre desmelenados sobre los hombros. Isaac descubrió a los doce años el poder de la mentira y jamás se le ocurrió contrastarlo con el poder de la memoria.
A los quince años, Isaac ya había cubierto todas las lagunas de su mente con los charcos de su imaginación. Si olvidaba comprar el pan, de inmediato se recobraba inventando un examen de física. Si suspendía un examen, enseguida fraguaba ante sus padres una conspiración en su contra.
Asentado en el vicio de inventar, a Isaac se le ocurrió que podía vivir de ello. Sin embargo, le abrumaba la idea de crear historias. Prefería que otras mentes diseñaran los argumentos y los personajes. Después él se encargaría de darle vida incluso al guión más pétreo.
Isaac vivía en la ciudad de Zaragoza desde que tenía memoria. Aunque nacido en Calatayud, sus padres se mudaron a la capital aragonesa en busca de mayor protagonismo político. Una vez convencido de su vocación de actor, Isaac no dudó en presentarse en el Teatro Principal de Zaragoza para ofrecer sus servicios. Su padre, Concejal de Cultura del Ayuntamiento y juguete apacible de las mentiras de su hijo, movió los hilos necesarios para que Isaac hablase en persona con la directora del Teatro.
-Sólo les pido que me prueben. Denme los papeles más difíciles, aquellos que los actores profesionales consideren imposibles de representar. Estoy dispuesto a trabajar gratis, hasta que les convenza de mi valía.
-Y entonces pedirás una fortuna.
La directora, una antigua actriz ya jubilada, tenía unos setenta años, una voz de cuervo granizado y al menos tres cicatrices en su rostro: a Isaac le pareció que la más grande asemejaba la forma de una estrella.
-Ay, chiquillo. Así que quieres ser actor. Veamos, ¿qué experiencia tienes?
En la mente de Isaac se encendió el recuerdo de una charla familiar. Él no era natural de Zaragoza. Dudó un instante; podía ser Calatayud o Terrer. No estaba muy seguro, ¿pero qué diferencia hay entre la mentira y el recuerdo?
-Tengo experiencia en el teatro de Terrer, señora.
-¿En el teatro de Terrer? ¡Pero si en Terrer no hay más teatro que el de las putas! ¿Acaso has trabajado allí, bribón?
-No, no, señora, en absoluto —repuso Isaac, abochornado. Es que yo… eh…. Como usted sabrá, la vida no es más que teatro. Y la vida está en la calle. Eso es, empecé a trabajar en la calle y…
-¡Y en la calle te condeno a trabajar!
lunes, 19 de julio de 2010
Jaque mate
Una partida de ajedrez marcaba los compases de su vida: lenta, silenciosa y solitaria… horas y horas frente a otra persona, con la que no podía comunicarse y a la que no debía siquiera mirar… sólo podía competir con ella y tratar de vencerla… él habría preferido estrecharle la mano y charlar un rato… pero esas no eran las reglas.
Movió el peón de acero dos casillas… planeaba una apertura ofensiva, buscaba dar caza a su rey lo antes posible… se defendió como pudo, y su adversario logró mantener la iniciativa de las blancas desde la primera jugada hasta la última… las negras siempre defendiéndose, siempre a la expectativa del movimiento del contrario.
Dos horas de partida y aún no lo veía nada claro… iba a perder, seguro, pero aún no sabía cómo… el tic tac del reloj sonaba más rápido, se acercaba la hora… aquel peón que avanzó dos casillas va a avanzar una sola… pero se convertirá en reina, y dispondrá el tablero a su antojo.
¿Por qué estoy jugando, si no me importa el triunfo o la derrota…? Ni siquiera sé por qué se asocia el triunfo a la victoria, y el fracaso a la rendición… me sentiré un perdedor aun ganando, porque este no es el juego que yo quería… aunque sólo son suposiciones, lo cierto es que nunca he ganado… pero supongo que el resultado de ganar sería parecido.
Ya me está dando un jaque con la torre… quiere rematarme con la reina recién coronada, se le ven las intenciones… pero nada puede hacerse, esto está perdido desde hace muchas jugadas… incluso desde antes de empezar.
Ahora que lo pienso, hay una jugada que me salvaría de la derrota… si muero yo, entonces mi rey estará a salvo… la partida sería nula, supongo… nadie dirá que me he retirado, porque no se puede comparar la muerte con una retirada… la muerte tiene vida propia, según dicen algunos… la retirada es la deshonra de vivir, según dicen otros.
Debería pensar en cómo prolongar esta agonía, y no en mi muerte… soy un caballero, y hay que seguir jugando hasta el final… y seguir viviendo hasta el final… mi rival es muy bueno, pero podría despistarse, y si se equivoca en una sola jugada, entonces… podría desplazar ese alfil al extremo del tablero, y amenazar con él al mismo tiempo su nueva reina y su viejo rey… entonces tendría que elegir.
Empiezo a confundir el latido de mi corazón con el tic tac del reloj… el reloj suena más fuerte, pero mi corazón suena más cerca… me pregunto si mi rival oirá este latido, y eso le hará apiadarse de mí… voy a mirarle un momento… nadie puede acusarme de ladrón por lanzarle una mirada furtiva… no despega la vista del tablero, parece que vive ahí, en ese reino con dos reinas y un rey… si existiera, el reino sería convulso… habría que matar a una reina para que el rey pudiera vivir… o matar al rey, y dejar luego que las reinas se mataran entre ellas… al final tal vez acabase gobernando un caballo… no lo había pensado, pero es gracioso que en el ajedrez valgan más los caballos que los peones… los peones parecen personas, obreros, soldados… los caballos son bestias… si este juego tuviera lógica, los peones deberían montar encima de los caballos y dirigirlos… pero es al revés, son los caballos los que saltan por encima de los peones.
Estoy empezando a delirar… creo que es porque en la siguiente jugada me van a dar el jaque mate, y eso siempre me pone muy nervioso… el condenado a muerte se debe de sentir igual… sabes que vas a perder, y eso es parecido a saber que vas a morir… por lo menos en el ajedrez.
Ya está, por fin ha matado al rey… aunque en realidad no lo mata, ni se lo come ni nada… simplemente lo señala, lo domina, le dice “de ahí no pasas, esto es un jaque mate”… pero no se le puede ahogar… aunque el ahogo conlleva la muerte, la verdad no entiendo tantas distinciones… el caso es que por fin he perdido, y puedo darle la mano a ese señor tan elegante… pero no voy a poder tomar nada con él, porque a mi izquierda hay otro pardillo como yo… que también anhela jugar una partida sin saber que le van a dar el jaque mate, y que no hay remedio ni esperanza de evitarlo.
Movió el peón de acero dos casillas… planeaba una apertura ofensiva, buscaba dar caza a su rey lo antes posible… se defendió como pudo, y su adversario logró mantener la iniciativa de las blancas desde la primera jugada hasta la última… las negras siempre defendiéndose, siempre a la expectativa del movimiento del contrario.
Dos horas de partida y aún no lo veía nada claro… iba a perder, seguro, pero aún no sabía cómo… el tic tac del reloj sonaba más rápido, se acercaba la hora… aquel peón que avanzó dos casillas va a avanzar una sola… pero se convertirá en reina, y dispondrá el tablero a su antojo.
¿Por qué estoy jugando, si no me importa el triunfo o la derrota…? Ni siquiera sé por qué se asocia el triunfo a la victoria, y el fracaso a la rendición… me sentiré un perdedor aun ganando, porque este no es el juego que yo quería… aunque sólo son suposiciones, lo cierto es que nunca he ganado… pero supongo que el resultado de ganar sería parecido.
Ya me está dando un jaque con la torre… quiere rematarme con la reina recién coronada, se le ven las intenciones… pero nada puede hacerse, esto está perdido desde hace muchas jugadas… incluso desde antes de empezar.
Ahora que lo pienso, hay una jugada que me salvaría de la derrota… si muero yo, entonces mi rey estará a salvo… la partida sería nula, supongo… nadie dirá que me he retirado, porque no se puede comparar la muerte con una retirada… la muerte tiene vida propia, según dicen algunos… la retirada es la deshonra de vivir, según dicen otros.
Debería pensar en cómo prolongar esta agonía, y no en mi muerte… soy un caballero, y hay que seguir jugando hasta el final… y seguir viviendo hasta el final… mi rival es muy bueno, pero podría despistarse, y si se equivoca en una sola jugada, entonces… podría desplazar ese alfil al extremo del tablero, y amenazar con él al mismo tiempo su nueva reina y su viejo rey… entonces tendría que elegir.
Empiezo a confundir el latido de mi corazón con el tic tac del reloj… el reloj suena más fuerte, pero mi corazón suena más cerca… me pregunto si mi rival oirá este latido, y eso le hará apiadarse de mí… voy a mirarle un momento… nadie puede acusarme de ladrón por lanzarle una mirada furtiva… no despega la vista del tablero, parece que vive ahí, en ese reino con dos reinas y un rey… si existiera, el reino sería convulso… habría que matar a una reina para que el rey pudiera vivir… o matar al rey, y dejar luego que las reinas se mataran entre ellas… al final tal vez acabase gobernando un caballo… no lo había pensado, pero es gracioso que en el ajedrez valgan más los caballos que los peones… los peones parecen personas, obreros, soldados… los caballos son bestias… si este juego tuviera lógica, los peones deberían montar encima de los caballos y dirigirlos… pero es al revés, son los caballos los que saltan por encima de los peones.
Estoy empezando a delirar… creo que es porque en la siguiente jugada me van a dar el jaque mate, y eso siempre me pone muy nervioso… el condenado a muerte se debe de sentir igual… sabes que vas a perder, y eso es parecido a saber que vas a morir… por lo menos en el ajedrez.
Ya está, por fin ha matado al rey… aunque en realidad no lo mata, ni se lo come ni nada… simplemente lo señala, lo domina, le dice “de ahí no pasas, esto es un jaque mate”… pero no se le puede ahogar… aunque el ahogo conlleva la muerte, la verdad no entiendo tantas distinciones… el caso es que por fin he perdido, y puedo darle la mano a ese señor tan elegante… pero no voy a poder tomar nada con él, porque a mi izquierda hay otro pardillo como yo… que también anhela jugar una partida sin saber que le van a dar el jaque mate, y que no hay remedio ni esperanza de evitarlo.
martes, 13 de julio de 2010
El señor
Un señor de mediana edad entró en un restaurante de nombre artístico: Francisco de Goya. El rótulo luminoso sugería que aquel local se transformaba en un bar animado y lujurioso durante la noche. Abrió el pomo de la puerta, que simulaba el aspecto de un corazón, con cuidado y casi a cámara lenta, como si de verdad le estuviera abriendo el corazón a una persona. Un chorro de luz entre azulada y violácea y una suave sensación de calor le recibieron en la entrada. Dos camareras atractivas, una africana y otra asiática, le saludaron con dos sonrisas idénticas.
-¿Qué desea, señor?— preguntó la africana con un timbre grave y alegre.
-Comer, si es posible.
-Pol aquí— indicó la china, casi con una reverencia en la voz y en el porte.
El señor siguió a la camarera asiática, que le condujo a un piso inferior donde había varias mesas, todas sin ocupación.
-Donde usté guste.
El señor (que era calvo y bastante gordo, de movimientos pausados) se sentó en un rincón y esperó. El comedor lo atiborraban copias baratas de algunos de los cuadros más famosos de Francisco de Goya: dos majas, una bien desnuda y otra bien vestida (pero ambas mal pintadas), le observaban desde el extremo superior derecho de la estancia. Enfrente tenía el rostro sin autoridad de Carlos IV, rodeado de sus familiares más cercanos, y a su izquierda notaba la mirada de seis niños simpáticos y dos duques maduros. También figuraban representaciones de perros, de paisajes y de jóvenes en la flor de la vida. De las pinturas negras o de los desastres de la guerra no había ni rastro. Supuso que los encargados juzgaron inapropiada la presencia de temas inquietantes para acompañar a los comensales.
La camarera china apareció de nuevo con su sonrisa de papel reciclado, sosteniendo una libreta en su mano izquierda y un bolígrafo en la derecha.
-¿Comerá de menú, señol?
El señor, o señol, se rascó la calva antes de contestar.
-Para saberlo necesito ver todos los platos.
-Claro. Ahora vuelvo, señol.
Al cabo de un minuto reapareció la señorita con una carta de plástico. En la portada figuraba otra representación de la maja desnuda. Pensó por un momento que preferiría ver a la china desnuda antes que a la maja desnuda, pues la camarera, pese a su escasa estatura, tenía buen tipo, con unos pechos prominentes que se insinuaban bajo el escote de su vestido azul.
-Aquí tiene, señol.
-Perdone, pero creo que no me entendió bien. Le dije que necesitaba VER todos los platos. Como comprenderá, leer su nombre escrito no me ayuda en nada.
La china parpadeó varias veces y se tocó su melena morena, rasgándose dos o tres pelos.
-No entiendo, señol.
El hombre habló despacio y levantó un poco la voz, esforzándose en vocalizar.
-Lo que de verdad le agradecería es que me trajese todos los platos que tienen en el restaurante. Sólo entonces podría determinar cuál de ellos voy a elegir.
Como la camarera parecía igual de desorientada, el señor aclaró su petición, mientras miraba alguna de las propuestas de la carta.
-Cuando hablo de platos no me refiero a los recipientes, sino a la comida. Parece que tienen ternera guisada, lomo, rape… entre otras cosas. ¿Podría traerme todo para que pudiera decidirme?
-Un momento.
La camarera asiática subió las escaleras casi corriendo. Al señor le llegó un rumor de voces airadas desde el piso de arriba, pero no entendió ni una palabra. Quien bajó esta vez fue la camarera africana, pisando fuerte con sus tacones y ajustándose su camiseta blanca de tirantes. No había sonrisa en su rostro, sino una sobredosis de seriedad. Su voz potente retumbó en la estancia vacía.
-Mi compañera Xiuxiu dice que usted no se decide a pedir ningún plato. Dice que quiere verlos todos antes de elegir. No sé si ha querido burlarse de mi amiga, pero sabe que eso no es posible, así que pida algo o márchese.
Esta vez fue el señor quien parpadeó confundido. Nunca habría imaginado que su petición provocase una reacción tan violenta, contrastada con la simpatía con que las chicas le recibieron.
-Debe de haberse producido un malentendido. En absoluto quise burlarme de la señorita Xiuxiu. Si no es posible ver todos los platos, me gustaría al menos conocer los del menú. Yo no soy capaz de decidirme por un plato si antes no lo he visto y olido.
La camarera africana se cruzó de brazos y observó ceñuda al señor.
-Está bien, le sacaré los platos del menú. Espere.
Las dos camareras bajaron cinco minutos más tarde. La africana, que parecía una giganta al lado de su compañera, llevaba dos platos y la asiática, cabizbaja y con los ojos hinchados, portaba un tercero.
-Aquí están los tres platos del menú. A ver con cuál se queda el señor —la africana se ensañó con la última palabra, como retorciéndola en la boca hasta disolverla.
El hombre tenía ante sí un plato de macarrones a la boloñesa, uno de lentejas y una ensaladilla rusa. Los inspeccionó con los ojos bien abiertos, pasando la mirada de uno a otro, concentradísimo. Después se levantó del asiento para olerlos de cerca. Casi enfangó su nariz con el caldo de las lentejas y con la salsa de los macarrones. Cuando hubo concluido su inspección, se dirigió a las dos camareras. La africana, otra vez cruzada de brazos, lo miraba desafiante, y la china mantenía la vista fija en las viandas.
-Siento haberles causado tantas molestias. En condiciones normales les pediría que me dejaran probar sus alimentos, y entonces tomaría la decisión final. Pero, como no deseo importunarlas más, y se me está haciendo un poco tarde, creo que hoy me quedaré sin comer. Buenas tardes.
-¿Qué desea, señor?— preguntó la africana con un timbre grave y alegre.
-Comer, si es posible.
-Pol aquí— indicó la china, casi con una reverencia en la voz y en el porte.
El señor siguió a la camarera asiática, que le condujo a un piso inferior donde había varias mesas, todas sin ocupación.
-Donde usté guste.
El señor (que era calvo y bastante gordo, de movimientos pausados) se sentó en un rincón y esperó. El comedor lo atiborraban copias baratas de algunos de los cuadros más famosos de Francisco de Goya: dos majas, una bien desnuda y otra bien vestida (pero ambas mal pintadas), le observaban desde el extremo superior derecho de la estancia. Enfrente tenía el rostro sin autoridad de Carlos IV, rodeado de sus familiares más cercanos, y a su izquierda notaba la mirada de seis niños simpáticos y dos duques maduros. También figuraban representaciones de perros, de paisajes y de jóvenes en la flor de la vida. De las pinturas negras o de los desastres de la guerra no había ni rastro. Supuso que los encargados juzgaron inapropiada la presencia de temas inquietantes para acompañar a los comensales.
La camarera china apareció de nuevo con su sonrisa de papel reciclado, sosteniendo una libreta en su mano izquierda y un bolígrafo en la derecha.
-¿Comerá de menú, señol?
El señor, o señol, se rascó la calva antes de contestar.
-Para saberlo necesito ver todos los platos.
-Claro. Ahora vuelvo, señol.
Al cabo de un minuto reapareció la señorita con una carta de plástico. En la portada figuraba otra representación de la maja desnuda. Pensó por un momento que preferiría ver a la china desnuda antes que a la maja desnuda, pues la camarera, pese a su escasa estatura, tenía buen tipo, con unos pechos prominentes que se insinuaban bajo el escote de su vestido azul.
-Aquí tiene, señol.
-Perdone, pero creo que no me entendió bien. Le dije que necesitaba VER todos los platos. Como comprenderá, leer su nombre escrito no me ayuda en nada.
La china parpadeó varias veces y se tocó su melena morena, rasgándose dos o tres pelos.
-No entiendo, señol.
El hombre habló despacio y levantó un poco la voz, esforzándose en vocalizar.
-Lo que de verdad le agradecería es que me trajese todos los platos que tienen en el restaurante. Sólo entonces podría determinar cuál de ellos voy a elegir.
Como la camarera parecía igual de desorientada, el señor aclaró su petición, mientras miraba alguna de las propuestas de la carta.
-Cuando hablo de platos no me refiero a los recipientes, sino a la comida. Parece que tienen ternera guisada, lomo, rape… entre otras cosas. ¿Podría traerme todo para que pudiera decidirme?
-Un momento.
La camarera asiática subió las escaleras casi corriendo. Al señor le llegó un rumor de voces airadas desde el piso de arriba, pero no entendió ni una palabra. Quien bajó esta vez fue la camarera africana, pisando fuerte con sus tacones y ajustándose su camiseta blanca de tirantes. No había sonrisa en su rostro, sino una sobredosis de seriedad. Su voz potente retumbó en la estancia vacía.
-Mi compañera Xiuxiu dice que usted no se decide a pedir ningún plato. Dice que quiere verlos todos antes de elegir. No sé si ha querido burlarse de mi amiga, pero sabe que eso no es posible, así que pida algo o márchese.
Esta vez fue el señor quien parpadeó confundido. Nunca habría imaginado que su petición provocase una reacción tan violenta, contrastada con la simpatía con que las chicas le recibieron.
-Debe de haberse producido un malentendido. En absoluto quise burlarme de la señorita Xiuxiu. Si no es posible ver todos los platos, me gustaría al menos conocer los del menú. Yo no soy capaz de decidirme por un plato si antes no lo he visto y olido.
La camarera africana se cruzó de brazos y observó ceñuda al señor.
-Está bien, le sacaré los platos del menú. Espere.
Las dos camareras bajaron cinco minutos más tarde. La africana, que parecía una giganta al lado de su compañera, llevaba dos platos y la asiática, cabizbaja y con los ojos hinchados, portaba un tercero.
-Aquí están los tres platos del menú. A ver con cuál se queda el señor —la africana se ensañó con la última palabra, como retorciéndola en la boca hasta disolverla.
El hombre tenía ante sí un plato de macarrones a la boloñesa, uno de lentejas y una ensaladilla rusa. Los inspeccionó con los ojos bien abiertos, pasando la mirada de uno a otro, concentradísimo. Después se levantó del asiento para olerlos de cerca. Casi enfangó su nariz con el caldo de las lentejas y con la salsa de los macarrones. Cuando hubo concluido su inspección, se dirigió a las dos camareras. La africana, otra vez cruzada de brazos, lo miraba desafiante, y la china mantenía la vista fija en las viandas.
-Siento haberles causado tantas molestias. En condiciones normales les pediría que me dejaran probar sus alimentos, y entonces tomaría la decisión final. Pero, como no deseo importunarlas más, y se me está haciendo un poco tarde, creo que hoy me quedaré sin comer. Buenas tardes.
lunes, 5 de julio de 2010
Un gato con mucha cabeza
La primera vez que lo vimos nos pareció un gato muy mono. Sí, eso nos pareció, y por eso mi hermana lo recogió sobre la capota del coche rojo. Nos pareció curioso que aquel gato no se escondiera debajo de los coches, como hacen todos los gatos. Pensamos que era un gato exhibicionista, con su larga cola contorneándose en el aire. Después nos fijamos mejor y nos asombró el tamaño de su cabeza, casi como la de un niño pequeño. Mi hermana lo cogió por los pelos del cuello, acunándolo como a un bebé, y le sonrió. Luego comprobamos que pesaba más de 8 kilos. El gato maulló varias veces con un tono agudo, apremiante. Pensamos que tendría hambre o alguna otra necesidad, así que decidimos refugiarlo en nuestra casa.
Como ya sabes, a nosotros se nos murió un gato hace unos meses, ni muchos ni pocos, los justos para que nos apeteciera tener otro sin que el recuerdo perjudicara al nuevo inquilino, y sin que el olvido amenazara nuestra afición por los pequeños felinos. El gato, además, era muy mono, y nos encariñamos enseguida con él. Tenía un pelaje suave, combinado en blanco y negro de un modo peculiar, muy retro. La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, pero aquí y allá tenía unos cuantos mechones negros: uno grande cerca de la cola, otro en la cabeza, y varios sobre el lomo y entre las patas. Así que decidimos llamarlo Dálmata, aunque mi madre decía que era nombre de perro y que tendríamos que haberlo llamado Gary o Bobby, porque en su pelaje se podía improvisar una partida de ajedrez. A ninguno se nos ocurrió llamarlo Cabezón, pese a que esa era la característica más llamativa de su aspecto.
El caso es que el gato se comportó de manera muy rara desde el primer momento, y tendríamos que haber sospechado algo. Pero claro, quién podía imaginarse una cosa así. Lo dejamos que se desenvolviera por la casa a su libre albedrío, mas no había manera de apartarlo de nosotros. Era como si se hubiera enamorado de nuestra hospitalidad. Nos acariciaba las piernas con sus patitas, incluso la cara cuando lo sujetábamos cerca de nosotros: Ha debido de sufrir mucho en la calle, el pobre, dedujo mi hermana mientras le rascaba la cabeza.
El gato comía poco, y sólo los restos de alimentos humanos. No probaba las latas de los gatos ni de los perros. Es un poco caprichoso para haber sufrido tanto, pensé yo, pero no lo dije porque aquel gatito me parecía encantador, y tan listo que casi lo veía capaz de ofenderse por mis palabras. Averiguó él solo dónde debía orinar, y a los diez minutos ya se ubicaba por la casa y desfilaba por los pasillos con plena soltura. Pero sobre todo tenía una manera de mirar, con esos ojos azules que destellaban una luz triste, capaz de conmover a un alérgico. Te habría encantado incluso a ti, Pili, que no te gustan los animales.
Pronto empezó a hacer el intento de andar sobre sus patas traseras. Era de lo más cómico ver cómo se desplazaba a trompicones unos centímetros, apoyándose en las paredes, y resbalaba a los pocos segundos. Pero, para ser justos, enseguida hizo rápidos progresos, y a las pocas horas ya era capaz de cruzar el salón de punta a punta en una especie de ballet ondulante. Se convirtió nada más llegar en la atracción y el asombro de la casa. Interrumpíamos casi cualquier cosa por verle. Después de cada tropezón, el gato nos miraba con los ojos muy abiertos y movía sus patitas arriba y abajo, reclamando nuestra atención.
Otra cosa increíble fue cuando se subió encima de la mesa a la hora de comer. Mi hermana y yo habíamos terminado el plato de sopa y estábamos esperando a que se hiciera el segundo, cuando vimos cómo Dálmata saltaba primero del suelo a la silla, y luego de la silla a la mesa. Entonces se acercó a la cuchara y trató de cogerla con las dos patas delanteras. Consiguió levantarla un poco e impulsarla hacia el plato, como si quisiera apurar con ella el sorbito que quedaba. Pero pronto la cuchara se le hizo demasiado pesada, o sus pezuñas muy pequeñas o muy torpes, y se le cayó con estrépito sobre el plato. Imagínate la cara de mi hermana y la mía. Aquella actitud era lo más antinatural e inconcebible para un gato. Si hubiera querido chupar la sopa, le habría bastado con estirar su lengua pringosa y lamer el recipiente. Ahora entendemos el mensaje que el pobre Dálmata intentó lanzarnos, y que se nos escapó entre el asombro y la incredulidad. Entonces no entendimos nada, claro.
Pero esto no es lo más extraordinario de todo, porque lo que pasó al día siguiente excedió todos los límites de la lógica felina y humana. Dálmata (aunque yo propuse que lo llamáramos Einstein, por las habilidades formidables que mostraba o trataba de mostrarnos), empezó a maullar a la desesperada justo cuando comenzó la publicidad del programa televisivo que nos distraía. Nos hizo unos gestos inequívocos con sus patas. Adelantó la delantera derecha y enseñó una garra, señalando con ella nuestros rostros, y después a sí mismo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del salón, y como nosotros seguíamos ahí mirándolo, pasmados, se tiró en el suelo bocabajo y se echó las patas a la cabeza, pronunciando un maullido quejumbroso y prolongado. Yo me levanté del sofá, y el gato recuperó enseguida su posición cuadrúpeda, repitiendo sus gestos. Cuánto nos costó entenderle, y mira que sus señales eran inequívocas.
El gato nos condujo hasta el cuarto de baño, empujando la puerta entreabierta con su cuerpo. Dio un pequeño salto para encender el interruptor de la luz, y otro parecido para encaramarse en la tapa bajada del váter. Tambaleó al filo de la caída, pero logró sostenerse en equilibrio. Debía de haberlo ensayado cuando no mirábamos, o de lo contrario era un acróbata inigualable aun para los tigres más ágiles del circo. Entonces el gato, porque era macho, levantó su cola y preparó su pene, sosteniéndose sobre sus patas traseras, y empezó a orinar de un modo muy similar al que ejecutaría cualquier hombre. La orina sonó suave, apenas unas gotas que no removieron el fondo del desagüe. El gato no pudo aguantar mucho tiempo el peso de su cabeza y cayó hacia delante, zambulléndose en el agua estancada. Corrimos a sacarlo y a secarlo, y el gato no volvió a abrir la boca durante el resto del día.
Pili, no me mires con esos ojos y esa cara de incredulidad, como si no te lo creyeras. Nosotros también miramos así al pobre gato mientras se sacudía el agua y temblaba de frío en el salón. Sus pelos puntiagudos se desbocaron en todas direcciones, y sus reiterados estornudos aumentaron mi sentido de culpabilidad. Me sentía frustrado, porque intuía que el gato trataba de lanzarnos una señal con esas demostraciones. Sabía que existía un móvil para todo aquello, pero ignoraba cuál, y eso me inquietaba.
Empezamos a debatir qué podíamos hacer con el felino. Mi madre dijo que debía de padecer algún trastorno de conducta. Algún gen gatuno debía de habérsele perdido en el tránsito hacia la vida, y por eso el animal se hallaba desconcertado e imitaba los comportamientos humanos. El gatito, todavía húmedo, se marchó cabizbajo cuando oyó aquello y se refugió en algún lugar fuera de nuestra vista. Yo lo defendí tenazmente. Dije que era un elegido, un eslabón entre el gato común y el catus sapiens, el felino inteligente y definitivo. Mi hermana propuso que lo lleváramos al veterinario para que lo juzgase; los tres accedimos.
Así que encerramos al gato en una jaula, lo cargamos al hombro y fuimos hasta el veterinario. El animal no decía ni una palabra, no maullaba, quiero decir. Se dejó coger sin oponer resistencia y se quedó ahí quieto, mirando a través de los barrotes desde la plaza trasera del coche. Mi madre conducía, mi hermana ocupaba el asiento delantero y yo me quedé atrás, observando a Dálmata. Me pareció que de sus ojos, apenas entreabiertos, se vislumbraba una brizna de humedad.
El veterinario nos recibió sonrientes. Puede que lo conozcas, es ese hombre ya mayor y bastante rico, calvo y rechoncho, equipado con esos anteojos naranjas que ha utilizado para examinar a cientos de animales: Veo que tenéis un nuevo miembro en la familia, nos dijo. Le contamos lo que te he contado a ti, y nos escuchó con una cara aún más pasmada que la tuya. Se quitaba los anteojos y se los volvía a poner cada pocos segundos, y lanzaba miradas furtivas y fruncidas al gato, que seguía encerrado en su jaula.
Al principio tampoco dio crédito, pensó que le gastábamos una broma, pero pronto percibió el tono serio de nuestro testimonio: Es un gato extraordinario, no cabe duda, sentenció, y yo miré a mi madre y a mi hermana con una expresión de triunfo. Sabía que tenía de genio algo más que de loco.
Entonces el veterinario sacó al gato de la jaula y lo puso en el centro de una mesa rectangular para examinarlo de cerca. Encendió también un flexo azul que había en el extremo, dirigiendo la luz hacia la cara del gato. Éste permaneció con los ojos cerrados y se dejó hacer mientras el especialista lo manoseaba. Le acarició su enorme cabeza, susurrando para sí; le cogió las pezuñas, forzándolo con la presión de sus dedos a mostrarle sus garras; le acarició sus delicados bigotes; le obligó a ponerse con la tripa hacia arriba; le abrió la boca y chequeó el estado de sus dientes y, por último, indagó en sus partes íntimas: Parece sano, y desde luego es un gato muy educado. Suelo llevarme unos cuantos arañazos siempre que hago esto. Algo así creo que nos dijo. Le temblaban un poco los dedos, su rostro se arrugaba en un rictus de concentración y los anteojos casi se le deslizaban hacia el suelo.
Abrió una puerta al fondo de la estancia y se metió tras ella, con el felino entre sus brazos. Nos quedamos los tres esperando, pues nos aseguró que no se demoraría. Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, un poco agobiante por el olor mezclado de gatos, perros y pájaros, y por la acumulación de pastillas, jarabes, cremas, galletitas y latas en una amplia estantería de caoba. Pensé que nuestro veterinario había sacrificado su espacio personal, poniendo sus necesidades por debajo de las necesidades de los animales. Lo cierto es que no gastaba mucho en decoración, pero tenía un equipo muy completo. Era un auténtico friki de las mascotas, y coleccionaba toda clase de objetos con que atenderlas.
Mi madre abrió la única ventana, oblicua a la tarima, y respiró en la calle, donde la gente se cobijaba de una incipiente lluvia. Escuchamos, provenientes del cuarto donde el veterinario se había recluido, unos sonidos parecidos al flash de una cámara fotográfica. Yo miraba la jaula vacía del gato con un nudo de aprensión en el estómago. Mi madre supuso que le estaría practicando unas radiografías. Mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, y yo empecé a voltear la habitación, cabizbajo y nervioso. Tanto me abstraje que incluso me golpeé la pierna con la mesa, y por poco no derribo el flexo del doctor.
Se me hizo eterno el periodo de espera. Debió de ser media hora, paro se me agotaron allí la tarde y el ánimo. Al final no pudo contenerme y llamé a la puerta tres veces. El veterinario se disculpó y salió con el gato en una mano y una ancha diapositiva enmarcada en fondo negro en la otra: Observen esto, es lo más extraordinario que he visto nunca. Dejó al gato en el suelo, junto a la jaula, cerró la persiana y encendió otra vez el flexo, modulando el chorro de luz plateada a media intensidad para realzar la diapositiva.
Como podéis ver, este es un cerebro humano, muy similar al vuestro y al mío. Cogió una varilla de madera y comenzó a señalar sus partes. Yo empezaba a preguntarme qué justificaba esa clase de anatomía, cuando el doctor sacó otra diapositiva del mismo aspecto, pero con diferente contenido: Este es el cerebro de un gato normal. No hay comparación posible, es mucho más pequeño y con una forma diferente. Pues bien, la primera diapositiva que habéis visto es la del cerebro de vuestro gato. Por misterioso o increíble que parezca, no hay ninguna duda de que este gato posee el cerebro de un hombre.
Permanecimos los cuatro en silencio durante un par de minutos. Mi madre, mi hermana y yo pasábamos la mirada de una diapositiva a la otra, como hechizados por la revelación. El veterinario tenía los ojos perdidos en la persiana, y su cerebro tal vez se perdía imaginando los logros científicos anticipados por este descubrimiento.
Sentí vergüenza y la necesidad de disculparme de algún modo ante Dálmata, así que bajé la vista hacia su pequeña prisión. El catus sapiens se había esfumado. Mientras nosotros nos asombrábamos de su inteligencia humana, el gato al que jamás comprendimos se escurrió bajo la lluvia, y el único recuerdo que nos dejó fue un mechón de pelo negro en su jaula.
Como ya sabes, a nosotros se nos murió un gato hace unos meses, ni muchos ni pocos, los justos para que nos apeteciera tener otro sin que el recuerdo perjudicara al nuevo inquilino, y sin que el olvido amenazara nuestra afición por los pequeños felinos. El gato, además, era muy mono, y nos encariñamos enseguida con él. Tenía un pelaje suave, combinado en blanco y negro de un modo peculiar, muy retro. La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, pero aquí y allá tenía unos cuantos mechones negros: uno grande cerca de la cola, otro en la cabeza, y varios sobre el lomo y entre las patas. Así que decidimos llamarlo Dálmata, aunque mi madre decía que era nombre de perro y que tendríamos que haberlo llamado Gary o Bobby, porque en su pelaje se podía improvisar una partida de ajedrez. A ninguno se nos ocurrió llamarlo Cabezón, pese a que esa era la característica más llamativa de su aspecto.
El caso es que el gato se comportó de manera muy rara desde el primer momento, y tendríamos que haber sospechado algo. Pero claro, quién podía imaginarse una cosa así. Lo dejamos que se desenvolviera por la casa a su libre albedrío, mas no había manera de apartarlo de nosotros. Era como si se hubiera enamorado de nuestra hospitalidad. Nos acariciaba las piernas con sus patitas, incluso la cara cuando lo sujetábamos cerca de nosotros: Ha debido de sufrir mucho en la calle, el pobre, dedujo mi hermana mientras le rascaba la cabeza.
El gato comía poco, y sólo los restos de alimentos humanos. No probaba las latas de los gatos ni de los perros. Es un poco caprichoso para haber sufrido tanto, pensé yo, pero no lo dije porque aquel gatito me parecía encantador, y tan listo que casi lo veía capaz de ofenderse por mis palabras. Averiguó él solo dónde debía orinar, y a los diez minutos ya se ubicaba por la casa y desfilaba por los pasillos con plena soltura. Pero sobre todo tenía una manera de mirar, con esos ojos azules que destellaban una luz triste, capaz de conmover a un alérgico. Te habría encantado incluso a ti, Pili, que no te gustan los animales.
Pronto empezó a hacer el intento de andar sobre sus patas traseras. Era de lo más cómico ver cómo se desplazaba a trompicones unos centímetros, apoyándose en las paredes, y resbalaba a los pocos segundos. Pero, para ser justos, enseguida hizo rápidos progresos, y a las pocas horas ya era capaz de cruzar el salón de punta a punta en una especie de ballet ondulante. Se convirtió nada más llegar en la atracción y el asombro de la casa. Interrumpíamos casi cualquier cosa por verle. Después de cada tropezón, el gato nos miraba con los ojos muy abiertos y movía sus patitas arriba y abajo, reclamando nuestra atención.
Otra cosa increíble fue cuando se subió encima de la mesa a la hora de comer. Mi hermana y yo habíamos terminado el plato de sopa y estábamos esperando a que se hiciera el segundo, cuando vimos cómo Dálmata saltaba primero del suelo a la silla, y luego de la silla a la mesa. Entonces se acercó a la cuchara y trató de cogerla con las dos patas delanteras. Consiguió levantarla un poco e impulsarla hacia el plato, como si quisiera apurar con ella el sorbito que quedaba. Pero pronto la cuchara se le hizo demasiado pesada, o sus pezuñas muy pequeñas o muy torpes, y se le cayó con estrépito sobre el plato. Imagínate la cara de mi hermana y la mía. Aquella actitud era lo más antinatural e inconcebible para un gato. Si hubiera querido chupar la sopa, le habría bastado con estirar su lengua pringosa y lamer el recipiente. Ahora entendemos el mensaje que el pobre Dálmata intentó lanzarnos, y que se nos escapó entre el asombro y la incredulidad. Entonces no entendimos nada, claro.
Pero esto no es lo más extraordinario de todo, porque lo que pasó al día siguiente excedió todos los límites de la lógica felina y humana. Dálmata (aunque yo propuse que lo llamáramos Einstein, por las habilidades formidables que mostraba o trataba de mostrarnos), empezó a maullar a la desesperada justo cuando comenzó la publicidad del programa televisivo que nos distraía. Nos hizo unos gestos inequívocos con sus patas. Adelantó la delantera derecha y enseñó una garra, señalando con ella nuestros rostros, y después a sí mismo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del salón, y como nosotros seguíamos ahí mirándolo, pasmados, se tiró en el suelo bocabajo y se echó las patas a la cabeza, pronunciando un maullido quejumbroso y prolongado. Yo me levanté del sofá, y el gato recuperó enseguida su posición cuadrúpeda, repitiendo sus gestos. Cuánto nos costó entenderle, y mira que sus señales eran inequívocas.
El gato nos condujo hasta el cuarto de baño, empujando la puerta entreabierta con su cuerpo. Dio un pequeño salto para encender el interruptor de la luz, y otro parecido para encaramarse en la tapa bajada del váter. Tambaleó al filo de la caída, pero logró sostenerse en equilibrio. Debía de haberlo ensayado cuando no mirábamos, o de lo contrario era un acróbata inigualable aun para los tigres más ágiles del circo. Entonces el gato, porque era macho, levantó su cola y preparó su pene, sosteniéndose sobre sus patas traseras, y empezó a orinar de un modo muy similar al que ejecutaría cualquier hombre. La orina sonó suave, apenas unas gotas que no removieron el fondo del desagüe. El gato no pudo aguantar mucho tiempo el peso de su cabeza y cayó hacia delante, zambulléndose en el agua estancada. Corrimos a sacarlo y a secarlo, y el gato no volvió a abrir la boca durante el resto del día.
Pili, no me mires con esos ojos y esa cara de incredulidad, como si no te lo creyeras. Nosotros también miramos así al pobre gato mientras se sacudía el agua y temblaba de frío en el salón. Sus pelos puntiagudos se desbocaron en todas direcciones, y sus reiterados estornudos aumentaron mi sentido de culpabilidad. Me sentía frustrado, porque intuía que el gato trataba de lanzarnos una señal con esas demostraciones. Sabía que existía un móvil para todo aquello, pero ignoraba cuál, y eso me inquietaba.
Empezamos a debatir qué podíamos hacer con el felino. Mi madre dijo que debía de padecer algún trastorno de conducta. Algún gen gatuno debía de habérsele perdido en el tránsito hacia la vida, y por eso el animal se hallaba desconcertado e imitaba los comportamientos humanos. El gatito, todavía húmedo, se marchó cabizbajo cuando oyó aquello y se refugió en algún lugar fuera de nuestra vista. Yo lo defendí tenazmente. Dije que era un elegido, un eslabón entre el gato común y el catus sapiens, el felino inteligente y definitivo. Mi hermana propuso que lo lleváramos al veterinario para que lo juzgase; los tres accedimos.
Así que encerramos al gato en una jaula, lo cargamos al hombro y fuimos hasta el veterinario. El animal no decía ni una palabra, no maullaba, quiero decir. Se dejó coger sin oponer resistencia y se quedó ahí quieto, mirando a través de los barrotes desde la plaza trasera del coche. Mi madre conducía, mi hermana ocupaba el asiento delantero y yo me quedé atrás, observando a Dálmata. Me pareció que de sus ojos, apenas entreabiertos, se vislumbraba una brizna de humedad.
El veterinario nos recibió sonrientes. Puede que lo conozcas, es ese hombre ya mayor y bastante rico, calvo y rechoncho, equipado con esos anteojos naranjas que ha utilizado para examinar a cientos de animales: Veo que tenéis un nuevo miembro en la familia, nos dijo. Le contamos lo que te he contado a ti, y nos escuchó con una cara aún más pasmada que la tuya. Se quitaba los anteojos y se los volvía a poner cada pocos segundos, y lanzaba miradas furtivas y fruncidas al gato, que seguía encerrado en su jaula.
Al principio tampoco dio crédito, pensó que le gastábamos una broma, pero pronto percibió el tono serio de nuestro testimonio: Es un gato extraordinario, no cabe duda, sentenció, y yo miré a mi madre y a mi hermana con una expresión de triunfo. Sabía que tenía de genio algo más que de loco.
Entonces el veterinario sacó al gato de la jaula y lo puso en el centro de una mesa rectangular para examinarlo de cerca. Encendió también un flexo azul que había en el extremo, dirigiendo la luz hacia la cara del gato. Éste permaneció con los ojos cerrados y se dejó hacer mientras el especialista lo manoseaba. Le acarició su enorme cabeza, susurrando para sí; le cogió las pezuñas, forzándolo con la presión de sus dedos a mostrarle sus garras; le acarició sus delicados bigotes; le obligó a ponerse con la tripa hacia arriba; le abrió la boca y chequeó el estado de sus dientes y, por último, indagó en sus partes íntimas: Parece sano, y desde luego es un gato muy educado. Suelo llevarme unos cuantos arañazos siempre que hago esto. Algo así creo que nos dijo. Le temblaban un poco los dedos, su rostro se arrugaba en un rictus de concentración y los anteojos casi se le deslizaban hacia el suelo.
Abrió una puerta al fondo de la estancia y se metió tras ella, con el felino entre sus brazos. Nos quedamos los tres esperando, pues nos aseguró que no se demoraría. Eché un vistazo a la habitación. Era pequeña, un poco agobiante por el olor mezclado de gatos, perros y pájaros, y por la acumulación de pastillas, jarabes, cremas, galletitas y latas en una amplia estantería de caoba. Pensé que nuestro veterinario había sacrificado su espacio personal, poniendo sus necesidades por debajo de las necesidades de los animales. Lo cierto es que no gastaba mucho en decoración, pero tenía un equipo muy completo. Era un auténtico friki de las mascotas, y coleccionaba toda clase de objetos con que atenderlas.
Mi madre abrió la única ventana, oblicua a la tarima, y respiró en la calle, donde la gente se cobijaba de una incipiente lluvia. Escuchamos, provenientes del cuarto donde el veterinario se había recluido, unos sonidos parecidos al flash de una cámara fotográfica. Yo miraba la jaula vacía del gato con un nudo de aprensión en el estómago. Mi madre supuso que le estaría practicando unas radiografías. Mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, y yo empecé a voltear la habitación, cabizbajo y nervioso. Tanto me abstraje que incluso me golpeé la pierna con la mesa, y por poco no derribo el flexo del doctor.
Se me hizo eterno el periodo de espera. Debió de ser media hora, paro se me agotaron allí la tarde y el ánimo. Al final no pudo contenerme y llamé a la puerta tres veces. El veterinario se disculpó y salió con el gato en una mano y una ancha diapositiva enmarcada en fondo negro en la otra: Observen esto, es lo más extraordinario que he visto nunca. Dejó al gato en el suelo, junto a la jaula, cerró la persiana y encendió otra vez el flexo, modulando el chorro de luz plateada a media intensidad para realzar la diapositiva.
Como podéis ver, este es un cerebro humano, muy similar al vuestro y al mío. Cogió una varilla de madera y comenzó a señalar sus partes. Yo empezaba a preguntarme qué justificaba esa clase de anatomía, cuando el doctor sacó otra diapositiva del mismo aspecto, pero con diferente contenido: Este es el cerebro de un gato normal. No hay comparación posible, es mucho más pequeño y con una forma diferente. Pues bien, la primera diapositiva que habéis visto es la del cerebro de vuestro gato. Por misterioso o increíble que parezca, no hay ninguna duda de que este gato posee el cerebro de un hombre.
Permanecimos los cuatro en silencio durante un par de minutos. Mi madre, mi hermana y yo pasábamos la mirada de una diapositiva a la otra, como hechizados por la revelación. El veterinario tenía los ojos perdidos en la persiana, y su cerebro tal vez se perdía imaginando los logros científicos anticipados por este descubrimiento.
Sentí vergüenza y la necesidad de disculparme de algún modo ante Dálmata, así que bajé la vista hacia su pequeña prisión. El catus sapiens se había esfumado. Mientras nosotros nos asombrábamos de su inteligencia humana, el gato al que jamás comprendimos se escurrió bajo la lluvia, y el único recuerdo que nos dejó fue un mechón de pelo negro en su jaula.
martes, 29 de junio de 2010
Del paracaídas al cielo
A sus 64 años, nadie tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial, al mando de una brigada paracaidista del ejército de Estados Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir el artefacto que llegó a ser una prolongación de su propia piel? Qué despreciable forma de insultar su inteligencia. ¡Y encima le recomendaban que hiciera un curso previo, y que se dejase acompañar por un experto? Ja, qué irrisorios han de ser los conocimientos de ese jovenzuelo de menos de 30 años, comparados con los que él ha atesorado en su vasta experiencia militar, repleta de caídas controladas al vacío para aterrizar en las líneas enemigas y liderar la guerra contra los nazis.
Vio el anuncio unos días antes, en un cartel enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”. Bien es cierto que para él no sería única, y que la ausenta de peligro le irritaba más que tranquilizarle, pero podía ser una buena forma de recordar los tiempos en que luchaba por devolver la Historia al cauce de la razón. Estaba harto de la vida moderna, de la era de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde que cumplió los 60).
Decidido, entonces. Saltaría en paracaídas mañana mismo, sin necesidad de cursos previos ni de que un “experto” le cogiera de la mano. Apuntó el número en su libreta y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.
-Quiero reservar un salto en paracaídas para mañana —dijo en un tono castrense.
Una voz joven y simpática de mujer le respondió al otro lado de la línea.
-Señor, está todo reservado para esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.
-Muy bien, así sea —gruñó.
-Le recuerdo que la edad máxima para saltar es 65 años.
-¡No soy tan viejo, maldita sea!
No era tan viejo, pero casi. Cumpliría los 65 años el próximo viernes. El salto sería su regalo: la demostración de que todavía podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que llevar de la mano y abrirles el cordón de apertura, porque si no se estrellarían contra el suelo a una velocidad infinitamente superior a la de sus neuronas y su tenacidad.
El jueves por la mañana cogió su Jeep verde, esa lata robusta e indestructible con la que había compartido tantos viajes por los desiertos de Texas, California y México. Hacía meses que no lo lavaba, porque el polvo que lo cubría le daba prestigio y honor ante sus ojos. El polvo era el único reconocimiento válido e imperecedero, lo único que se aferraba a la veteranía y el buen hacer.
Condujo hasta el aeródromo a las afueras de San Antonio, donde un helicóptero le esperaba para subirlo a los altares de su juventud. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía rockera, desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia, antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese joven para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año, la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo! Los famosos paisajes lunares los conformaban en la tierra las explosiones de las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Pero eso lo ignoraban los jóvenes que ya estaban esperando en el aeródromo. Ninguno debía de superar los 35 años, y casi todos reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido hace mucho tiempo.
Dos helicópteros reposaban en el centro del aeródromo, que tendría unos 300 metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró, sacando pecho y cerrando los ojos. El fuerte calor le agradaba, aportándole la necesaria dosis de excitación previa al salto. Se acercó con la frente bien erguida hasta el grupo, de 8 personas más dos instructores. Si un solo pastor, con la ayuda de un perro, puede guiar a decenas de ovejas, ¿por qué eran necesarios dos guías para apenas 8 personas? Sin duda los humanos son más estúpidos y difíciles de controlar que las bestias, pensó el viejo.
-Buenas tardes, señor. ¿Usted es Jeff Warrock?
-Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.
Unas risitas surgieron del grupo de jóvenes. Warrock dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones hacia los chicos. Su dura mirada, que Clint Eastwood aún no había aprendido, apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le dijo que primero habría una clase teórica, y que no saltarían hasta la semana que viene, tal y como estaba previsto y como sin duda ya le habían explicado. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.
-No necesito ninguna clase teórica. Sé mucho más acerca de lo que significa ser paracaidista de lo que vosotros sabréis nunca. Hoy hace un día estupendo, y no voy a esperar hasta la semana que viene. Es más, yo seré el modelo para estos jovenzuelos irreverentes, y saltarán detrás de mí, si se atreven.
Se dirigió a paso ligero hacia el paracaídas plegado, que se hallaba entre el helicóptero y el grupo. Cinco minutos después Jeff Warrock estaba revelando todos los secretos del paracaidismo. Sujetaba el artefacto, de color rojo con manchas amarillas, en su mano derecha, mientras iba indicando con la izquierda el modo preciso de colocar el paracaídas dentro del contenedor, de activar el cordón de apertura, de ponerse el arnés, el casco y las gafas. Las risas de los jóvenes se transformaron en miradas atentas y respetuosas. Sus bocas no se abrían sino para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros, y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía de nuevo el capitán de una brigada de soldados novatos a los que iba a instruir en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Ya no los veía como unos necios malcriados. Eran inquisitivos y tenían ganas de aprender. Los instructores se sentaron humildemente en el suelo junto a los otros, pues era evidente que el último en llegar sobrepasaba en mucho sus conocimientos.
-Bien, ha llegado el momento de observar a un experto en acción. Este helicóptero tiene 6 asientos, así que 5 de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se subió al helicóptero, un modelo azul de pequeño tamaño y de fácil manejo para un piloto como él. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había sido piloto de caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, gobernar el helicóptero era un viaje de placer. Le parecía un pájaro amaestrado y sin personalidad. También había pilotado helicópteros, aunque prefería lanzarse contra el viento antes que resguardarse entre las nubes. No le impresionaban, desde luego, los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar al mismo tiempo. Los 5 pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría en el pilotaje del helicóptero cuando se precipitase hacia el vacío.
El viento era leve y el cielo estaba despejado. Las condiciones eran ideales para la navegación, y el despegue y la travesía fueron limpios. Warrock utilizaba la palanca derecha para controlar la dirección, y la izquierda para controlar la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se arrojaría sin mayor protección que un paracaídas. El instructor vigilaba atentamente los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Avisó al piloto de que rozaban los 4.000 metros.
-Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno.
Warrock estaba en su hábitat natural. Si hubiera podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire, y si hubiera podido controlar el tiempo lo habría estirado como el viento estira un jirón de nube. Llevaba una década sin volar, y aunque sus capacidades no eran las mismas que 30 o 40 años atrás, se creía invulnerable en el cielo. Allí donde otros, agitados por los aires, temblaban sin decoro; allí donde otros, acosados por el vértigo, cerraban sus ojos, asustados… allí es donde él se sentía más fuerte.
Pero ya no podía posponer el salto definitivo. Advirtió al instructor de que iba a abandonar la cabina, y que debía prepararse para sustituirlo de inmediato. El cambio de piloto se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caerse en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Mas pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas, como aferrándose a una mano amiga. La tela tenía un tacto edulcorado, y le pareció menos regia que en tierra. No importaba. El aire le sacudía el rostro sudoroso, le subían las pulsaciones y el sonido del motor se desvanecía entre sus recuerdos. Ya sólo faltaba ponerse el arnés sobre los hombros y despedirse de su tripulación, de sus últimos reclutas. No pudo evitar un temblor en sus dedos mientras fijaba el arnés a sus piernas. Sentía que estaba ante un momento trascendental. Esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorría cada célula de su piel. Ya equipado para el salto, hizo un gesto de despedida hacia sus chicos. Sólo distinguió sombras que le sonreían o le animaban, cerrando sus puños en un gesto de coraje.
Se giró para medirse una vez más, la última, a las intensas corrientes de aire y a la fuerza de la gravedad concentrada sobre su figura. Nada es impedimento cuando la determinación es máxima. Se lanzó al vacío, otra vez sacando pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora, pero más rápido cayeron las imágenes sobre su cerebro, como un torbellino de despedidas. Tuvo tiempo de ver a sus primeros reclutas, a su primer paracaídas, a su primera mujer y a la última y a su único hijo, que ahora estaría enfrente de un ordenador. Cerró los ojos para recrearse mejor en todas aquellas imágenes, y mientras se precipitaba sintió que iba perdiendo peso, que su masa iba descomponiéndose en la atmósfera. Ya no pertenecía a la tierra, sino al cielo. El paracaídas nunca se abrió.
Vio el anuncio unos días antes, en un cartel enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”. Bien es cierto que para él no sería única, y que la ausenta de peligro le irritaba más que tranquilizarle, pero podía ser una buena forma de recordar los tiempos en que luchaba por devolver la Historia al cauce de la razón. Estaba harto de la vida moderna, de la era de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde que cumplió los 60).
Decidido, entonces. Saltaría en paracaídas mañana mismo, sin necesidad de cursos previos ni de que un “experto” le cogiera de la mano. Apuntó el número en su libreta y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.
-Quiero reservar un salto en paracaídas para mañana —dijo en un tono castrense.
Una voz joven y simpática de mujer le respondió al otro lado de la línea.
-Señor, está todo reservado para esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.
-Muy bien, así sea —gruñó.
-Le recuerdo que la edad máxima para saltar es 65 años.
-¡No soy tan viejo, maldita sea!
No era tan viejo, pero casi. Cumpliría los 65 años el próximo viernes. El salto sería su regalo: la demostración de que todavía podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que llevar de la mano y abrirles el cordón de apertura, porque si no se estrellarían contra el suelo a una velocidad infinitamente superior a la de sus neuronas y su tenacidad.
El jueves por la mañana cogió su Jeep verde, esa lata robusta e indestructible con la que había compartido tantos viajes por los desiertos de Texas, California y México. Hacía meses que no lo lavaba, porque el polvo que lo cubría le daba prestigio y honor ante sus ojos. El polvo era el único reconocimiento válido e imperecedero, lo único que se aferraba a la veteranía y el buen hacer.
Condujo hasta el aeródromo a las afueras de San Antonio, donde un helicóptero le esperaba para subirlo a los altares de su juventud. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía rockera, desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia, antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese joven para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año, la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo! Los famosos paisajes lunares los conformaban en la tierra las explosiones de las bombas durante la Segunda Guerra Mundial. Pero eso lo ignoraban los jóvenes que ya estaban esperando en el aeródromo. Ninguno debía de superar los 35 años, y casi todos reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido hace mucho tiempo.
Dos helicópteros reposaban en el centro del aeródromo, que tendría unos 300 metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró, sacando pecho y cerrando los ojos. El fuerte calor le agradaba, aportándole la necesaria dosis de excitación previa al salto. Se acercó con la frente bien erguida hasta el grupo, de 8 personas más dos instructores. Si un solo pastor, con la ayuda de un perro, puede guiar a decenas de ovejas, ¿por qué eran necesarios dos guías para apenas 8 personas? Sin duda los humanos son más estúpidos y difíciles de controlar que las bestias, pensó el viejo.
-Buenas tardes, señor. ¿Usted es Jeff Warrock?
-Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.
Unas risitas surgieron del grupo de jóvenes. Warrock dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones hacia los chicos. Su dura mirada, que Clint Eastwood aún no había aprendido, apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le dijo que primero habría una clase teórica, y que no saltarían hasta la semana que viene, tal y como estaba previsto y como sin duda ya le habían explicado. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.
-No necesito ninguna clase teórica. Sé mucho más acerca de lo que significa ser paracaidista de lo que vosotros sabréis nunca. Hoy hace un día estupendo, y no voy a esperar hasta la semana que viene. Es más, yo seré el modelo para estos jovenzuelos irreverentes, y saltarán detrás de mí, si se atreven.
Se dirigió a paso ligero hacia el paracaídas plegado, que se hallaba entre el helicóptero y el grupo. Cinco minutos después Jeff Warrock estaba revelando todos los secretos del paracaidismo. Sujetaba el artefacto, de color rojo con manchas amarillas, en su mano derecha, mientras iba indicando con la izquierda el modo preciso de colocar el paracaídas dentro del contenedor, de activar el cordón de apertura, de ponerse el arnés, el casco y las gafas. Las risas de los jóvenes se transformaron en miradas atentas y respetuosas. Sus bocas no se abrían sino para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros, y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía de nuevo el capitán de una brigada de soldados novatos a los que iba a instruir en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Ya no los veía como unos necios malcriados. Eran inquisitivos y tenían ganas de aprender. Los instructores se sentaron humildemente en el suelo junto a los otros, pues era evidente que el último en llegar sobrepasaba en mucho sus conocimientos.
-Bien, ha llegado el momento de observar a un experto en acción. Este helicóptero tiene 6 asientos, así que 5 de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se subió al helicóptero, un modelo azul de pequeño tamaño y de fácil manejo para un piloto como él. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había sido piloto de caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, gobernar el helicóptero era un viaje de placer. Le parecía un pájaro amaestrado y sin personalidad. También había pilotado helicópteros, aunque prefería lanzarse contra el viento antes que resguardarse entre las nubes. No le impresionaban, desde luego, los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar al mismo tiempo. Los 5 pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría en el pilotaje del helicóptero cuando se precipitase hacia el vacío.
El viento era leve y el cielo estaba despejado. Las condiciones eran ideales para la navegación, y el despegue y la travesía fueron limpios. Warrock utilizaba la palanca derecha para controlar la dirección, y la izquierda para controlar la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se arrojaría sin mayor protección que un paracaídas. El instructor vigilaba atentamente los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Avisó al piloto de que rozaban los 4.000 metros.
-Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno.
Warrock estaba en su hábitat natural. Si hubiera podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire, y si hubiera podido controlar el tiempo lo habría estirado como el viento estira un jirón de nube. Llevaba una década sin volar, y aunque sus capacidades no eran las mismas que 30 o 40 años atrás, se creía invulnerable en el cielo. Allí donde otros, agitados por los aires, temblaban sin decoro; allí donde otros, acosados por el vértigo, cerraban sus ojos, asustados… allí es donde él se sentía más fuerte.
Pero ya no podía posponer el salto definitivo. Advirtió al instructor de que iba a abandonar la cabina, y que debía prepararse para sustituirlo de inmediato. El cambio de piloto se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caerse en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Mas pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas, como aferrándose a una mano amiga. La tela tenía un tacto edulcorado, y le pareció menos regia que en tierra. No importaba. El aire le sacudía el rostro sudoroso, le subían las pulsaciones y el sonido del motor se desvanecía entre sus recuerdos. Ya sólo faltaba ponerse el arnés sobre los hombros y despedirse de su tripulación, de sus últimos reclutas. No pudo evitar un temblor en sus dedos mientras fijaba el arnés a sus piernas. Sentía que estaba ante un momento trascendental. Esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorría cada célula de su piel. Ya equipado para el salto, hizo un gesto de despedida hacia sus chicos. Sólo distinguió sombras que le sonreían o le animaban, cerrando sus puños en un gesto de coraje.
Se giró para medirse una vez más, la última, a las intensas corrientes de aire y a la fuerza de la gravedad concentrada sobre su figura. Nada es impedimento cuando la determinación es máxima. Se lanzó al vacío, otra vez sacando pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora, pero más rápido cayeron las imágenes sobre su cerebro, como un torbellino de despedidas. Tuvo tiempo de ver a sus primeros reclutas, a su primer paracaídas, a su primera mujer y a la última y a su único hijo, que ahora estaría enfrente de un ordenador. Cerró los ojos para recrearse mejor en todas aquellas imágenes, y mientras se precipitaba sintió que iba perdiendo peso, que su masa iba descomponiéndose en la atmósfera. Ya no pertenecía a la tierra, sino al cielo. El paracaídas nunca se abrió.
jueves, 24 de junio de 2010
El peso de un recuerdo
Abrió su teléfono móvil, un Nokia de los más baratos. Un mensaje nuevo de Vodafone. Supuso que sería publicidad, promociones, lo de siempre. Pero no. “Le notificamos que es el ganador de un fabuloso viaje para dos personas a Miami. Pase a recoger su premio en cualquier establecimiento Vodafone. Muchas felicidades”. Lo releyó un par de veces. No parecía falso, no había que llamar a ningún otro sitio ni mandar un mensaje para entrar en un sorteo que a su vez desembocaría en otro y que terminaría por quedar vacante, ante la exasperación de los usuarios. Sólo pasar a recogerlo y ya está. Tenía una tienda Vodafone a dos minutos de su casa. Pensó en ir, pero enseguida se le quitaron las ganas: “No voy a ser más feliz en Miami que aquí. Mejor se lo doy a Guillermo para que vaya con su novia”, se dijo.
Llamaron al timbre. Alfonso abrió la puerta y ayudó a Guillermo a colocar las bolsas de la compra.
-¿Cómo estás, campeón?
-Bien, bien, y tú —contestó Alfonso.
Guillermo era su compañero de piso y un gran amigo, salvo por su molesta costumbre de traer a su novia a casa los fines de semana. El piso era pequeño, apenas 50 metros cuadrados de polvo, muebles roídos por el uso, radiadores que a duras penas calentaban, cubiertos doblados en la cocina y vasos de plástico para los invitados. Y de fondo, ruido de obras incesantes. Guillermo jugaba de alero en el CAI Zaragoza, que lo había fichado la semana pasada. Su cabeza rozaba el techo cuando se erguía en sus casi dos metros de altura. Era muy feliz. Un tipo lleno de alegría y de energía, que se despertaba dando botes incluso después de la fiesta más agotadora. Se esforzaba en contagiar su entusiasmo a Alfonso, pero éste era incapaz de dejarse llevar.
-Me ha tocado un premio. Si lo quieres, te lo regalo.
-¿Un premio? ¿Ves cómo no eres un tipo tan desafortunado después de todo? — comentó Guillermo mientras le daba una fuerte palmada en la espalda.
-Un viaje a Miami para dos personas. Puedes ir con tu novia.
-¡Pero te ha tocado a ti, machote! Como mucho podemos ir juntos. Aunque seguro que prefieres irte con la chica de la que me hablaste el otro día, pillín.
-¿Eh? No, no, seguro que Marina prefiere irse con otro. Además a mí no me gusta la playa. Vete con Irene y así no tendré que pasarme el viernes dando vueltas por ahí para que vosotros… Cógelo o se lo daré a mi hermano, a Javi o a Marta.
-¿De verdad me vas a regalar tu premio?
-Sí. Toma, coge el teléfono y recoge los billetes.
-Está bien, si no quieres ir… Muchas gracias tío, eres un amigo.
Guillermo le estrujó la espalda con sus brazos y Alfonso estuvo a punto de quedarse sin respiración. Recogió el teléfono, abrió la puerta y ya se iba a marchar corriendo a la tienda, pero antes le preguntó una última vez.
-¿Estás seguro de que…?
Alfonso sonrió unos milímetros a la vez que asentía con la cabeza. Cuando su amigo se hubo marchado, se hundió en el sofá naranja del salón. Miró por la única ventana de la estancia y entrevió en el tercer o cuarto piso del edificio contiguo a una pareja de ancianos que veían juntos la televisión. Después bajó la vista hasta descubrir a dos jóvenes que se besaban furiosamente, como si quisieran agredirse con los labios. Los observaba con un interés casi científico. La chica, una morena de ojos azules y labios carnosos con la que solía soñar, se dio cuenta de sus miradas furtivas y bajó la persiana. Cerró los ojos y trató de imaginarse qué ocurriría a continuación. Un pitido del Nokia le tornó a la realidad. Un mensaje de Guillermo:”Se lo e contao a irene y sta muy feliz nos vams a tmar algo grax tio”.
Lanzó un suspiro profundo, como si quisiera aspirar en él todas sus penas. Se había acostumbrado a los suspiros mucho más que a las sonrisas, y a las lágrimas mucho más que a las carcajadas. Siempre que se sentía triste, la fotografía del rostro de su padre ejercía de poderoso imán. Estaba situada debajo del televisor, en un marco de madera de nogal. Cuando la tristeza le aguijoneaba fuera de su casa, dirigía sus pensamientos en lugar de sus miradas a la memoria de su padre. Falleció a los 46 años recién cumplidos. Era el candidato del partido que iba a ganar las elecciones, pero le sobrevino un infarto y murió durante la jornada de reflexión. Desde aquel trágico suceso, Alfonso no recordaba la alegría. Perdió su infancia y su juventud y se completó el círculo de su orfandad y de su tristeza.
Miró a su padre y vio algo distinto. Se fijó en sus ojos y su sonrisa. Alfonso sabía de sobra que su expresión cuando fue fotografiado era radiante: amplia sonrisa plateada, ojos de verde vivacidad, cabello oscuro recién ordenado por su peluquero en una raya geométrica. Pero ahora su sonrisa se había desvanecido, su pelo se había desordenado e incluso había aparecido una barba rala que le cubría toda la barbilla. Su rostro asemejaba al de un muerto, de no ser porque dos lágrimas caían de sus ojos, de pronto ensombrecidos.
Asombrado, Alfonso miró el retrato sin parpadear, sin mover un músculo. Pero sus ojos siguieron trabajando como un engranaje silencioso. Una lágrima cayó sobre su pecho. Al notarlo, parpadeó varias veces. Cuando volvió a mirar la fotografía de su padre, vio restablecidos el peinado, la sonrisa y la alegría de sus ojos verdes.
Se levantó con sigilo, indeciso ante aquel misterio. Se arrodilló junto al retrato y lo observó de cerca. Acarició el marco, que no había tocado desde que lo ubicara debajo del televisor. Su tacto era suave, parecía que la madera le acariciaba a él. Tanto se acercó a la foto que llegó a tocar con su nariz la nariz puntiaguda de su padre, casi igual que la suya. Cuanto más observaba, más forzada le resultaba su sonrisa y más falsos sus ojos. Era la típica expresión electoralista de un candidato a la presidencia del Gobierno. Esa foto se la tomó después de un discurso en Madrid, pocos días antes de su muerte. Alfonso recordaba la fecha: el 13 de marzo de 1984. Ese día se celebró el Campeonato de Natación Infantil de Zaragoza, en el que terminó en segunda posición. Su padre se disculpó por teléfono horas más tarde por no haber podido acudir al sueño de su hijo. Alfonso no volvió a nadar.
Decidió coger la foto y llevársela con la esperanza de alejar su tristeza. La agarró por el extremo superior izquierdo y trató de levantarla. Pesaba mucho, tanto que no pudo moverla ni un centímetro. Lo intentó con las dos manos, apoyando sus piernas en el mueble que sujetaba la televisión para hacer palanca… pero no hubo manera de moverla ni un centímetro. Ahora la sonrisa de su padre se burlaba de él.
Volvió a sentarse en el sofá, jadeante y perplejo. Aquello era ridículo. Cuando puso el retrato de su padre debajo del televisor, no recordaba que le hubiese costado el menor esfuerzo. ¿Acaso la foto se había ido alimentando de toda su desdicha? ¿Era ése el motivo de su peso inhumano?
Alfonso fue a lavarse las manos al cuarto de baño. Mientras se limpiaba, sentía el ojo escrutador de su padre atravesando las paredes, vigilándolo. No podía seguir viviendo con él, o lo que restaba de él. Cogió el Nokia y llamó a Guillermo. Le dijo que tenía un problema grave, que necesitaba su fuerza física. Guillermo apareció en menos de diez minutos.
-¿Qué pasa, Alfonso?
-Se trata de mi padre. No quiero seguir viviendo con él. Quiero desprenderme de su recuerdo.
-¿Cómo dices?
-Por favor, coge la fotografía de mi padre, la que está debajo de la televisión. Cógela y sácala de aquí.
-Pero esa foto es muy importante para ti. ¿Estás seguro de que…?
-Hazlo, por favor.
-Espera. ¿Me has llamado sólo para eso? Podías hacerlo sin mi ayuda. ¿Seguro que estás bien?
-Sí. Pero yo no puedo moverla. Me pesa demasiado.
-Eso es absurdo, Alfonso. Una foto no pesa dos toneladas.
-Esta foto sí. Lo he intentado de todas las maneras. Quizá entre los dos podamos…
Guillermo lanzó un suspiro impaciente y se acercó al retrato. Lo levantó sin el menos esfuerzo.
-¿Lo ves? No pesa nada. Toma, cógela.
Sin que tuviera tiempo de reaccionar, Guillermo le lanzó la foto a Alfonso, que estaba a un metro escaso de distancia. Alfonso trató de atraparla, pero, en cuanto uno solo de sus dedos entró en contacto con la madera, se hundió ante su peso. Cayó al suelo de espaldas y se retorció, tratando en vano de levantar la foto y enderezarse. Parecía al borde de la asfixia cuando Guillermo, asombrado y horrorizado, le arrancó la fotografía de los dedos.
-¿Qué demonios…?
-Te dije que pesaba demasiado.
Alfonso se levantó del suelo y, mientras recuperaba la respiración, miró la imagen de su padre con un miedo reverencial.
-Tenemos que deshacernos de ella. Tírala por la ventana. ¡Ahora mismo!
No tuvo que repetírselo. Guillermo abrió la ventana y arrojó la foto hacia la calle, lo más lejos que pudo. Era un día ventoso, y el aire se la llevó en pleno vuelto. Fue golpeando las paredes del edificio contiguo antes de perderse, como si quisiera dejar una señal. La madera chirriaba con violencia, enfrentada al ladrillo. Tras unos segundos que se prolongaron hasta lo indecible, al fin dejaron de verla y oírla.
-Ya pasó, Alfonso. Ya pasó.
Guillermo lo envolvió en un abrazo todavía más fuerte del que le había dado cuando le regaló su viaje a Miami. Después de las muestras de afecto, Alfonso fue al baño para lavarse las manos. Mientras lo hacía, se sintió otra vez observado. Pero ahora desde dentro, como si tuviera dos ojos verdes y una sonrisa siniestra en su intestino.
Llamaron al timbre. Alfonso abrió la puerta y ayudó a Guillermo a colocar las bolsas de la compra.
-¿Cómo estás, campeón?
-Bien, bien, y tú —contestó Alfonso.
Guillermo era su compañero de piso y un gran amigo, salvo por su molesta costumbre de traer a su novia a casa los fines de semana. El piso era pequeño, apenas 50 metros cuadrados de polvo, muebles roídos por el uso, radiadores que a duras penas calentaban, cubiertos doblados en la cocina y vasos de plástico para los invitados. Y de fondo, ruido de obras incesantes. Guillermo jugaba de alero en el CAI Zaragoza, que lo había fichado la semana pasada. Su cabeza rozaba el techo cuando se erguía en sus casi dos metros de altura. Era muy feliz. Un tipo lleno de alegría y de energía, que se despertaba dando botes incluso después de la fiesta más agotadora. Se esforzaba en contagiar su entusiasmo a Alfonso, pero éste era incapaz de dejarse llevar.
-Me ha tocado un premio. Si lo quieres, te lo regalo.
-¿Un premio? ¿Ves cómo no eres un tipo tan desafortunado después de todo? — comentó Guillermo mientras le daba una fuerte palmada en la espalda.
-Un viaje a Miami para dos personas. Puedes ir con tu novia.
-¡Pero te ha tocado a ti, machote! Como mucho podemos ir juntos. Aunque seguro que prefieres irte con la chica de la que me hablaste el otro día, pillín.
-¿Eh? No, no, seguro que Marina prefiere irse con otro. Además a mí no me gusta la playa. Vete con Irene y así no tendré que pasarme el viernes dando vueltas por ahí para que vosotros… Cógelo o se lo daré a mi hermano, a Javi o a Marta.
-¿De verdad me vas a regalar tu premio?
-Sí. Toma, coge el teléfono y recoge los billetes.
-Está bien, si no quieres ir… Muchas gracias tío, eres un amigo.
Guillermo le estrujó la espalda con sus brazos y Alfonso estuvo a punto de quedarse sin respiración. Recogió el teléfono, abrió la puerta y ya se iba a marchar corriendo a la tienda, pero antes le preguntó una última vez.
-¿Estás seguro de que…?
Alfonso sonrió unos milímetros a la vez que asentía con la cabeza. Cuando su amigo se hubo marchado, se hundió en el sofá naranja del salón. Miró por la única ventana de la estancia y entrevió en el tercer o cuarto piso del edificio contiguo a una pareja de ancianos que veían juntos la televisión. Después bajó la vista hasta descubrir a dos jóvenes que se besaban furiosamente, como si quisieran agredirse con los labios. Los observaba con un interés casi científico. La chica, una morena de ojos azules y labios carnosos con la que solía soñar, se dio cuenta de sus miradas furtivas y bajó la persiana. Cerró los ojos y trató de imaginarse qué ocurriría a continuación. Un pitido del Nokia le tornó a la realidad. Un mensaje de Guillermo:”Se lo e contao a irene y sta muy feliz nos vams a tmar algo grax tio”.
Lanzó un suspiro profundo, como si quisiera aspirar en él todas sus penas. Se había acostumbrado a los suspiros mucho más que a las sonrisas, y a las lágrimas mucho más que a las carcajadas. Siempre que se sentía triste, la fotografía del rostro de su padre ejercía de poderoso imán. Estaba situada debajo del televisor, en un marco de madera de nogal. Cuando la tristeza le aguijoneaba fuera de su casa, dirigía sus pensamientos en lugar de sus miradas a la memoria de su padre. Falleció a los 46 años recién cumplidos. Era el candidato del partido que iba a ganar las elecciones, pero le sobrevino un infarto y murió durante la jornada de reflexión. Desde aquel trágico suceso, Alfonso no recordaba la alegría. Perdió su infancia y su juventud y se completó el círculo de su orfandad y de su tristeza.
Miró a su padre y vio algo distinto. Se fijó en sus ojos y su sonrisa. Alfonso sabía de sobra que su expresión cuando fue fotografiado era radiante: amplia sonrisa plateada, ojos de verde vivacidad, cabello oscuro recién ordenado por su peluquero en una raya geométrica. Pero ahora su sonrisa se había desvanecido, su pelo se había desordenado e incluso había aparecido una barba rala que le cubría toda la barbilla. Su rostro asemejaba al de un muerto, de no ser porque dos lágrimas caían de sus ojos, de pronto ensombrecidos.
Asombrado, Alfonso miró el retrato sin parpadear, sin mover un músculo. Pero sus ojos siguieron trabajando como un engranaje silencioso. Una lágrima cayó sobre su pecho. Al notarlo, parpadeó varias veces. Cuando volvió a mirar la fotografía de su padre, vio restablecidos el peinado, la sonrisa y la alegría de sus ojos verdes.
Se levantó con sigilo, indeciso ante aquel misterio. Se arrodilló junto al retrato y lo observó de cerca. Acarició el marco, que no había tocado desde que lo ubicara debajo del televisor. Su tacto era suave, parecía que la madera le acariciaba a él. Tanto se acercó a la foto que llegó a tocar con su nariz la nariz puntiaguda de su padre, casi igual que la suya. Cuanto más observaba, más forzada le resultaba su sonrisa y más falsos sus ojos. Era la típica expresión electoralista de un candidato a la presidencia del Gobierno. Esa foto se la tomó después de un discurso en Madrid, pocos días antes de su muerte. Alfonso recordaba la fecha: el 13 de marzo de 1984. Ese día se celebró el Campeonato de Natación Infantil de Zaragoza, en el que terminó en segunda posición. Su padre se disculpó por teléfono horas más tarde por no haber podido acudir al sueño de su hijo. Alfonso no volvió a nadar.
Decidió coger la foto y llevársela con la esperanza de alejar su tristeza. La agarró por el extremo superior izquierdo y trató de levantarla. Pesaba mucho, tanto que no pudo moverla ni un centímetro. Lo intentó con las dos manos, apoyando sus piernas en el mueble que sujetaba la televisión para hacer palanca… pero no hubo manera de moverla ni un centímetro. Ahora la sonrisa de su padre se burlaba de él.
Volvió a sentarse en el sofá, jadeante y perplejo. Aquello era ridículo. Cuando puso el retrato de su padre debajo del televisor, no recordaba que le hubiese costado el menor esfuerzo. ¿Acaso la foto se había ido alimentando de toda su desdicha? ¿Era ése el motivo de su peso inhumano?
Alfonso fue a lavarse las manos al cuarto de baño. Mientras se limpiaba, sentía el ojo escrutador de su padre atravesando las paredes, vigilándolo. No podía seguir viviendo con él, o lo que restaba de él. Cogió el Nokia y llamó a Guillermo. Le dijo que tenía un problema grave, que necesitaba su fuerza física. Guillermo apareció en menos de diez minutos.
-¿Qué pasa, Alfonso?
-Se trata de mi padre. No quiero seguir viviendo con él. Quiero desprenderme de su recuerdo.
-¿Cómo dices?
-Por favor, coge la fotografía de mi padre, la que está debajo de la televisión. Cógela y sácala de aquí.
-Pero esa foto es muy importante para ti. ¿Estás seguro de que…?
-Hazlo, por favor.
-Espera. ¿Me has llamado sólo para eso? Podías hacerlo sin mi ayuda. ¿Seguro que estás bien?
-Sí. Pero yo no puedo moverla. Me pesa demasiado.
-Eso es absurdo, Alfonso. Una foto no pesa dos toneladas.
-Esta foto sí. Lo he intentado de todas las maneras. Quizá entre los dos podamos…
Guillermo lanzó un suspiro impaciente y se acercó al retrato. Lo levantó sin el menos esfuerzo.
-¿Lo ves? No pesa nada. Toma, cógela.
Sin que tuviera tiempo de reaccionar, Guillermo le lanzó la foto a Alfonso, que estaba a un metro escaso de distancia. Alfonso trató de atraparla, pero, en cuanto uno solo de sus dedos entró en contacto con la madera, se hundió ante su peso. Cayó al suelo de espaldas y se retorció, tratando en vano de levantar la foto y enderezarse. Parecía al borde de la asfixia cuando Guillermo, asombrado y horrorizado, le arrancó la fotografía de los dedos.
-¿Qué demonios…?
-Te dije que pesaba demasiado.
Alfonso se levantó del suelo y, mientras recuperaba la respiración, miró la imagen de su padre con un miedo reverencial.
-Tenemos que deshacernos de ella. Tírala por la ventana. ¡Ahora mismo!
No tuvo que repetírselo. Guillermo abrió la ventana y arrojó la foto hacia la calle, lo más lejos que pudo. Era un día ventoso, y el aire se la llevó en pleno vuelto. Fue golpeando las paredes del edificio contiguo antes de perderse, como si quisiera dejar una señal. La madera chirriaba con violencia, enfrentada al ladrillo. Tras unos segundos que se prolongaron hasta lo indecible, al fin dejaron de verla y oírla.
-Ya pasó, Alfonso. Ya pasó.
Guillermo lo envolvió en un abrazo todavía más fuerte del que le había dado cuando le regaló su viaje a Miami. Después de las muestras de afecto, Alfonso fue al baño para lavarse las manos. Mientras lo hacía, se sintió otra vez observado. Pero ahora desde dentro, como si tuviera dos ojos verdes y una sonrisa siniestra en su intestino.
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