lunes, 25 de agosto de 2014

Entrevista a José Verón Gormaz: “Hoy en día hay más poetas que poesía”

 
 
José Verón Gormaz es un poeta tranquilo, que no necesita levantar la voz para utilizar la palabra con claridad y contundencia. En su dilatada trayectoria, que mereció el Premio de las Letras Aragonesas en 2013, ha cultivado todos los géneros literarios, en especial la poesía. También ha recibido numerosos premios como fotógrafo. Pese a las diferencias de lenguaje, asegura que “al escribir un poema y al hacer fotografía se experimentan sensaciones parecidas”.
 
Lo entrevisté en el Hotel Fornos, uno de los espacios donde disfruta escribiendo sin que le perjudiquen las amables interrupciones de varios de sus clientes, que lo saludaron con afecto durante nuestra conversación. Nacido en Calatayud, es un digno heredero de Marco Valerio Marcial, el poeta bilbilitano por excelencia en la época romana. Porque a José Verón siempre le ha inspirado su tierra y las historias que oculta. No en vano la ha representado con belleza en cientos de imágenes, tanto poéticas como fotográficas. El propio Marcial es el protagonista de su última novela, Las puertas de Roma, donde reanima el diálogo perpetuo entre pasado, presente y futuro culminando “un trabajo de muchos años de documentación” acerca de esta figura histórica. 
 
La creatividad de Gormaz se manifiesta en direcciones diversas, pero el cauce  en que convergen todos los afluentes es la poesía. Entiende este arte como “una forma de conocimiento” y la manera de decir “lo que de otro modo sería imposible”.  Su código es más complejo que el de la prosa, pero “si se entendiera que no hay que entender” tal vez la abrazarían nuevos lectores. En cuanto a su forma de expresión, se considera partidario de “adelgazar el lenguaje para reducirlo a su esencia, evitando florituras innecesarias”.
Sin caer en el rechazo automático por las nuevas formas que asume, José Verón cree que la poesía “ha atravesado épocas de mayor prestigio” y lamenta que no exista en España una tradición de lectura sólida. Los editores se quejan del escaso rédito que ofrecen los versos sin ejercer suficiente autocrítica. Opina que vivimos un tiempo en que “hay más poetas que poesía”. Y en los géneros narrativos el panorama tampoco resulta alentador, ya que la lista de los libros más vendidos “es espantosa en su mayor parte, copada por volúmenes tan gruesos como intrascendentes”, sentencia.
 
Gormaz también critica “la manipulación de algunas editoriales” cuyos concursos están concedidos a autores de su cuerda “en ocasiones, incluso antes de convocarse”. Para combatir esta tendencia, en Calatayud se fundó con su nombre un Premio Internacional de Poesía que ha cumplido este año su quinta edición.
 
 
Como todo artista que se precie, Gormaz es minucioso y exigente en la refinación de su obra. Me revela que ahora trabaja en otro volumen de poesía que, tras dos años de trabajo, no se decide a dar por concluido. Sin embargo, su último libro no lo pueblan versos sino “relatos breves de trama mínima, conectados con la filosofía”, e impregnados del mismo lirismo que caracteriza a sus poemas. Se trata de Cuentos para sentir las horas (Mira Editores), que presentará este viernes en su ciudad natal. En él prosigue la reflexión sobre el tiempo y el silencio (descubrir sus colores, sus texturas, sus voces…) que atraviesa su obra, fértilmente inacabada como un verso que pende en el aire sin desvelar su enigma.
 
 


 

viernes, 8 de agosto de 2014

Julio Espinosa: “Los buenos narradores lo son a partir de los cuarenta, los poetas ya a los veinte”


Habla pausado, como si en la próxima palabra que va a decir se concentraran todas las experiencias (vividas, leídas y escritas) que ha atesorado. Lo hace con la sabiduría propia de quien ha escudriñado a conciencia la obra de los maestros literarios de todos los tiempos. De improviso estalla en una risa que alcanza las mesas vecinas del bar donde tomamos café, y me da por pensar que estoy ante una de esas personas que parecen inmunes a la depresión, al que imaginas soportando situaciones que hundirían a cualquiera con su sonrisa amplia, sólida y contagiosa.
Julio Espinosa Guerra (Chile, 1974) no es solo poeta, aunque sus obras han ganado varios galardones como el  Isabel de Portugal o el Villa de Cox. También es narrador y trabaja actualmente en su tercera novela. Además es crítico y editor de la revista de poesía Heterogénea, con la que pretende aupar nuevas voces de la literatura hispanoamericana. Por último (o quizá no), dirige e imparte clases desde hace siete años en la Escuela de Escritores de Zaragoza.


Llegó a España con 26 años y todavía se pregunta si es un extranjero, pues está convencido de que “vivimos en el plano ficticio del lenguaje”, patria común que conecta lo que en vano trata de separar el océano. ¿Y qué es lo que separa la palabra común de la literaria? ¿Por qué dedicarse a escribir pudiendo ir al centro comercial o ver la televisión? Responde convencido que la literatura “enriquece la realidad y le aporta matices mediante recursos como la metáfora, la reflexión y el simbolismo que la vida diaria no ofrece”.

El cosmos de todo escritor gira en torno a la búsqueda de un lenguaje propio. El principal reto es lograr que cada obra lo renueve, sin anquilosarlo: “El autor típico del siglo XX, que siempre escribe en el mismo tono y sobre los mismos lugares, ha muerto”. Julio pretende metamorfosearse en cada libro sin perder su esencia, tanto en poesía como en narrativa. Así, define su primera novela, El día que fue ayer, como “realista, influida por autores como Delibes o Marsé”; la segunda, La fría piel de agosto, publicada en Chile por Alfaguara, como “hiperrealista: los colores son más vívidos, las situaciones son más violentas, el sexo es más brutal, el dolor es más dolor”; la tercera, en cambio, se trata de “realismo mágico y contiene un mensaje más amable, sobre cómo podemos superar el pasado sin olvidarlo”. Con ella cerrará una trilogía acerca de la dictadura chilena, “cuya angustia ha marcado mi vida”. Para siguientes obras ya piensa en diferentes temas y perspectivas: parodia, distopía… “y a lo mejor un día termino escribiendo sobre vampiros”, añade mostrando irónicamente su dentadura.

Julio lleva trabajando en poesía y narrativa desde su primera juventud. De hecho, reconoce que “escribí dos novelas sin tener idea de cómo hacerlo”. Nunca llegaron a publicarse, pero “la narrativa requiere un largo aliento, pues el oficio y la experiencia vital cuentan mucho; hay que dejar que la obra decante”. La poesía es diferente, como demuestra que “los buenos narradores suelen serlo a partir de los cuarenta, mientras que los poetas ya lo son a los 20 o 25, alentados por la frescura de su juventud”.
Su obra poética no resulta menos ambiciosa ni camaleónica. En su penúltimo exponente, Sintaxis asfalto, predominan los poemas breves; en el último, La casa amarilla (2013, Pre-Textos) sublima su infancia y la destila con versos largos que define “casi como prosa poética, de esencia verdadera sin importar cuán ficticios sean los hechos”. Entiende la poesía como “búsqueda pura del lenguaje”, aunque ello implique un alejamiento del lector, y aconseja “sospechar del poeta best seller”. 

“Desde Homero ya está todo escrito”, asegura el autor chileno, de modo que el ideal del autor debe ser la construcción de un lenguaje que sostenga la obra más allá de los sucesos narrados: “Lo extraordinario es mantener la atención sin que en apariencia ocurra nada”, si bien admite que “el argumento es mucho más importante en un cuento que en una novela”. Se considera un escritor “intuitivo”, que encuentra “placer en la corrección, aunque implique entrar a machete en una selva y mostrarse cruel con uno mismo”. El objetivo es que la obra parezca inspirada y que “el lector no sé dé cuenta del artificio, pues entonces ya no es tan bueno”.   

Julio no deja que la conversación devenga en un tono doctrinal, pero reconoce que “le gusta enseñar” y que en sus clases en la Escuela de Escritores no se guarda nada: “Ojalá surjan alumnos mucho mejores que yo”. Ahora está satisfecho del nuevo itinerario de Novela, un curso que dura tres años dirigido a quien desea dedicarse de lleno a la escritura: “Vivimos una época en que la gente hace cualquier cosa menos persistir”. Para ser novelista no queda otro remedio, “aunque hay algo inefable que no se puede enseñar: el lenguaje que cada uno guarda dentro de sí”.     
 
 

miércoles, 23 de julio de 2014

Modelo imperfecto

 
Te levantas a las seis de la mañana, antes de que los primeros rayos de sol visiten la ventana de tu estudio. Aquí pintas y vives durante el verano; no encuentras distinción entre ambas actividades. Desayunas una tostada y un vaso de leche. Mientras te pones el chaleco negro, el abrigo y las botas de montaña recuerdas tu cuadro más exitoso, que pintaste el verano pasado en este mismo estudio: una mujer bella, joven, saltando entre las cumbres nevadas con sus zapatos de tacón y su vestido de noche, los ojos cerrados, el pelo suelto y la felicidad inconsciente de su rostro a punto de desnucarse en un jardín de erizos. Aún no comprendes por qué creaste tal mamarrachada y menos aún que se vendiera por un millón de dólares. Pero hace años que dejaron de interesarte el sentido o el valor de las cosas. Eres un pintor en un mundo extraño; esa es lo único que sabes acerca de tu condición.
Acaricias las tres patas plegables del caballete, cuyo diseño recuerda al de un trípode, como si fuera una mascota que duerme a los pies de tu cama. Compruebas que la paleta, los pinceles y las pinturas están en su sitio, reposando en unos compartimentos del caballete, y lo pliegas para transformarlo en una caja que puedes transportar igual que un maletín. Envuelves un trozo de pan y lomo en papel aluminio y lo metes en los bolsillos del abrigo junto a un botellín de agua. No necesitas nada más para enfrentarte a esta jornada fría, presagio del otoño, que amanece sin prisa como si la luz se desperezara sobre el paisaje.
Eres un hombre de cincuenta años con el pelo gris, la cara redonda y las piernas patizambas: solitario, por encima de cualquier otra consideración. Nadie te conoce en este pueblo pequeño y sumiso bajo el ceño tenaz de la montaña. Ella es tu objetivo, o al menos es lo que crees. La miras con respeto, apenas una sombra gris y fofa porque el sol no acaba de imponerse a las nubes, mientras asciendes por un camino ancho y pedregoso esquivando las hojas que a veces revolotean en torno a tu cabeza. En tus paseos diarios has observado cómo las manchas níveas se han extendido en las cumbres a medida que se aproximaba el otoño. Eso te recuerda que pronto habrás de abandonar tu tranquila cabaña y volver a tu piso en Nueva York: revisar el correo electrónico, devolver las llamadas perdidas, esquivar los coches, consultar el reloj, diseccionar símbolos… Suspiras y aminoras la marcha.
Aunque el caballete solo pesa unos dos kilos, caminas encorvado como si cargaras un rascacielos sobre tus hombros. Pero el aire frío insufla vida a tus viejos músculos y la quietud de acebos, hayas y abedules impulsan tus miembros. Oyes sonidos que te agradan, zumbidos tenaces, el fugaz trinar de pájaros lejanos. Ahora que el sol por fin ejerce de comandante del cielo, el séquito de nubes muestra formas más sugerentes, el color de los vegetales se vuelve más brillante, los olores te asaltan más puros e intensos. ¿Cómo pintar sin copiarlo todo? ¿Cuál debería ser la aportación humana en semejante ambiente? Ni siquiera intentas responder; te has dado cuenta de que eres tan bueno formulando preguntas como inútil contestándolas. Sigues andando hasta que notas la queja del sudor en tu frente.  
Una roca te ofrece su piel robusta en el linde de un pinar. Dejas a tu lado los materiales de pintura y te sientas sin reparar en la incomodidad. Bebes un trago de agua y comes despacio el bocadillo, como si mascaras el lomo cuando en realidad estás mascando una idea. El camino se bifurca unos metros más adelante. Hasta ahora siempre has tomado la vía principal, que atraviesa el  bosque para morir en un pueblo abandonado. Hoy no. Te desviarás por la cuesta más empinada, cuyo origen surcado por arbustos y zanjas no te había parecido prometedor.
El sendero es transitable, aunque adelgaza a medida que sube. Las patas del caballete golpean las ramas de los árboles, tus pies se transforman en material pesado y se agita tu respiración. Abres la boca para tomar oxígeno. La vegetación se torna cada vez más humilde, si bien de tanto en tanto relucen algunas flores que procuras no pisotear. Te gustaría pararte a contemplar sus tonos y formas, que intuyes bellos y variados, pero no te detienes porque sabes que bastaría una leve vacilación para que tus miembros cedan al cansancio y te ordenen regresar.
Ninguno de los pasos que das está exento de riesgo. Hoy no sigues una senda cómoda donde se adivinan los surcos plantados por vehículos a motor. Podrías incluso matarte sin dejar huella (por ejemplo tropezando con una roca y cayendo por la pendiente a tu derecha), salvo tal vez unas gotas de sangre fáciles de confundir con las de cualquier animal.
Cuando empezabas a dudar de tus fuerzas llegas al final del camino. Sientes que ya has conseguido lo que te proponías aun antes de saber en qué consiste. Observas el paisaje entre jadeos satisfechos: erectos conos montañosos que, coronados por nieve y nubes fundidas, muestran la profundidad y la altura de la cordillera con diáfana claridad. Te arrimas al borde del precipicio, extiendes el brazo; un pequeño brinco y estarías muerto. Retrocedes. A tu espalda se despliega una masa de árboles compacta que te protegerá de intromisiones.
Ahora sí descansas tumbado junto al caballete. Estás impaciente por pintar, pero sabes que las manos te temblarían y que a tus piernas les costaría trabajo mantenerte en pie. Unos hierbajos mustios, polvo rojizo y el viento que salta entre tus canas expulsando el rumor de cualquier pensamiento son los únicos testigos de tu presencia.
Pronto decides que has reposado demasiado. El baño de luz solar podría perder su temperatura óptima mientras vagueas. Vacías la caja y sitúas el caballete, la paleta y las pinturas a unos cinco metros del abismo. Aún no colocas el lienzo rectangular, de unos sesenta centímetros de altura. Otras veces has sufrido por ignorar la forma y el tamaño del cuadro que proyectabas, pero esta vez consideras secundarios esos elementos. Al fin y al cabo ignoras también el contenido de la obra, aunque intuyes que guardará relación con el entorno de naturaleza desnuda que has hallado con tanto esfuerzo. Miras a tu alrededor para cerciorarte de que no violarán tu intimidad. Ahora ya no quieres a los pájaros, a los insectos ni a las flores. Menos a las personas. Te gustaría detenerlo todo para captar más lenta y profundamente la energía que emana del paisaje.
Colocas el lienzo todavía virgen con infinito cuidado a una altura que te resulta cómoda. Contemplas las montañas que se entrelazan como inmensas lágrimas ondulantes brotadas de la tierra. El viento se encrespa por momentos y los rayos de luz vacilan como linternas parpadeantes. Debes darte prisa. Te agachas para coger los enseres de pintura que te muerden los pies. Sujetas el pincel con la mano izquierda (la diestra) y lo untas con la paleta que agarras por debajo con la derecha. Sientes de pronto una premura sobrehumana, como si el paisaje fuera a desvanecerse en un parpadeo. Procuras no parpadear.  No tienes tiempo siquiera de mirar el color que estás utilizando. Sin dejar de observar las montañas y el cielo untas el pincel repetidas veces. Pintas algo, no sabes qué, no hay tiempo de verlo. Trazas figuras rectilíneas coronadas en punta, pequeños cuadraditos en su interior, algunos cubos más pequeños al fondo, a la derecha unas nubes rojizas, un avión que choca contra ellas, pizcas de luz en áreas escogidas al azar, una estatua con el brazo levantado, un puente brillante.
Asombrado, das dos pasos hacia atrás y compruebas que has pintado Nueva York en el corazón de la montaña.

domingo, 6 de julio de 2014

Crónica de un rodaje muy revelador



¡Grabar un cortometraje cuesta más que recorrer el desierto a la pata coja! Pero también es tremendamente divertido y estimulante. Aunque todavía falta un poquito para compartir la pequeña obra en que pusimos todo nuestro afán, puedo decir que nunca olvidaré la experiencia cinematográfica del pasado fin de semana.
 
El sábado ensayamos unas horas con los actores y el domingo nos plantamos a las siete de la mañana en El Poeta Eléctrico. Todo estaba listo para el rodaje… o eso pensábamos en nuestra ingenuidad.  Los problemas técnicos no tardaron en surgir. El sonido no funcionaba y los actores, citados a las ocho, comenzaron a impacientarse hasta que, con gran filosofía, optaron por dormitar en los rincones del oscuro local.
 
Cuando por fin la tecnología decidió acompañarnos, comenzamos a rodar los 65 planos previstos en el guión técnico. Los extras aguantaron en su lugar con estoicismo, reponiendo el hielo de sus bebidas que debían lucir idénticas en cada toma, mientras colocábamos y recolocábamos planchas y focos hasta lograr el punto perfecto de iluminación. Las primeras escenas demoraron mucho tiempo, pero poco a poco ganamos confianza en nuestras posibilidades. Palabras y gestos fluían con naturalidad de los actores, que dejaban de ser ellos mismos para convertirse en los personajes que habíamos inventado.
 
En cada plano se incrementaba el anhelo perfeccionista. Grabábamos tomas solo para escoger en posproducción, repetíamos diálogos porque una palabra había temblado en los labios de alguien. Una especie de fanatismo cinéfilo y de prurito de cineasta transformó los rostros concentrados de quienes, unas horas antes, solo eran simples consumidores de lo que la pantalla les imponía. Aquella luz le resta dramatismo al conjunto, este encuadre carece de la perspectiva necesaria, ese giro de cámara compromete el salto de eje… en plenitud de la acción, cada integrante del equipo sentía que llevaba dentro el gen de Stanley Kubrick o Alfred Hitchcock. 
 

13 horas después salimos exhaustos del local cargando réflex, trípodes y focos, pero convencidos de que la experiencia había valido la pena. El bagaje que atesoramos en tan intensa sesión de rodaje ya nos acompañará por siempre. Incluso si ninguno vuelve a empuñar una cámara, grabar una escena, interpretar una frase o gritar “Coooooooorten”, podemos decir que, por un día, nosotros fuimos los protagonistas de la acción. 

 

sábado, 21 de junio de 2014

Letras y números



Esta semana no sabía con qué actualizar el blog, así que opto por la vía más fácil: mirarme al ombligo. He consultado algunas estadísticas del blog y mis perfiles en redes sociales, que comparto con vosotros pese a que pueden cambiar en este preciso momento: 75.220 visitas, 172 entradas, 1.165 comentarios (míos serán cerca de la mitad, pues contesto la mayor parte), 499 seguidores (que prefiero llamar “críticos”), 2.103 en Twitter y 213 en mi página de Facebook. A ellos hay que sumar los 1.170 amigos de mi perfil en la red creada por Zuckerberg, los 291 contactos en Linkedin y los 409 en Google +  ... en total, excluyendo algunos de otras redes en las que no tengo actividad, cerca de 4.700 si he sumado bien, aunque muchos son tan amables e insensatos que me siguen a través de distintas plataformas.

Los que me conocen saben que no siento especial inclinación hacia los números. Soy hombre de letras y los datos me dejan frío. Por ello quería decir, tanto a los que me leen habitualmente como a quienes llegaron aquí buscando información sobre una secta satánica o una especie en peligro de extinción, que para mí representáis mucho más que una simple cifra, incluso si no tengo ni idea de quiénes sois. Los números no pueden medir las diferencias cualitativas de una realidad, precisamente las más interesantes. Cada visita, cada comentario, cada seguidor es único. Tú eres único. No permitas que te etiqueten, que te reduzcan a ser un elemento más de una masa amorfa. Y dame un bofetón virtual por haberlo intentado en esta entrada.

jueves, 12 de junio de 2014

Me lanzo a la aventura audiovisual

 
 
No son pocos los autores literarios que, en algún momento de su carrera, han escrito un guión de cine, ya sea por vocación de experimentar o por encargo. Las diferencias entre un guión y una novela o cuento son considerables. Descripciones profusas se vuelven innecesarias, pues el espectador verá con sus propios ojos los lugares y personajes imaginados por el escritor. También hay que tener en cuenta los costes de grabación, el equipo humano, el tiempo disponible, etcétera. Ante una página en blanco el escritor no tiene límites, pero si pretende que su obra se interprete por actores de carne y hueso deberá adaptar su prosa a las circunstancias, muchas de las cuales no dependen de su control.
 
Tal vez ya adivinéis por qué os hablo de todo esto… en efecto, por primera vez me adentro en el territorio de la creación audiovisual. Estoy realizando un cortometraje junto a mis compañeros como proyecto de fin de máster… aunque va mucho más allá. Somos novatos en este campo y cada día surgen nuevos retos, pero me siento bastante satisfecho de cómo se han desarrollado las cosas hasta ahora. Tenemos un buen guión (la idea original es de un compañero, aunque he realizado mis aportaciones), lugar y fecha para la grabación y recursos económicos escasos pero suficientes. En parte los obtenemos de esta campaña de crowdfunding o micromecenazgo, todavía abierta a colaboraciones.


Ahora estamos inmersos en la elección de los dos actores principales. El próximo martes tendrá lugar el casting, a partir de las 18:30 en Kühnel Escuela de Negocios (Paseo Sagasta 32, Zaragoza), donde cursamos el máster. Se trata de una convocatoria abierta, así que cualquier actor vocacional será bienvenido.  La historia la protagonizan un escritor y un camarero, que dialogan y discuten acerca de la noción de éxito que impera en nuestra sociedad. La hemos titulado “Café revelador”,  puesto que los personajes se conocerán en un bar con la compañía de esta bebida tan literaria y cinematográfica, que ha presidido infinidad de conversaciones épicas tanto en la ficción como en la realidad.
 
La vida está hecha de historias, y las historias están hechas de vida. No puedo esperar el momento de compartir con vosotros el fruto cinematográfico de nuestra imaginación. Os dejo los enlaces de las plataformas sociales que hemos lanzado para difundir el proyecto, por si queréis informaros mejor o colaborar de la forma que se os ocurra:

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jueves, 5 de junio de 2014

El rostro de un amigo


Cuando me encuentro por la calle un rostro

que creo conocido,

me equivoco al pensar que me equivoco.

No lo conozco, es cierto.

No sabe mi nombre ni yo el suyo. 

Pero en él me ha parecido vislumbrar

el rostro de un amigo.

No podemos fingir que no ha pasado nada.

Nos hemos mirado… y nos hemos visto.

 

Puedo olvidarlo, claro,

igual que puedo olvidarme de mí mismo:

tampoco ocurriría nada.

Puedo seguir creyendo

en el patrimonio exclusivo de mi cara.

Pero ignoraría la esencia de un hecho:

modela nuestro rostro igual sustancia,

y al olvidar el tuyo

dejo un trozo de mí

caer con el recuerdo.