jueves, 2 de mayo de 2013

El inventor mental


Hoy comparto con vosotros el relato con el que gané mi primer concurso literario.  Fue hace dos años y entonces tuve que mantenerlo inédito con la perspectiva de publicarlo en la revista literaria Barcarola. Pero ha pasado el tiempo y todavía no me han confirmado nada, así que creo que ya es hora de mostrarlo. Se titula "El inventor mental":
 
Lord Matthew Clever nació en 1752, año de la invención del pararrayos. Estudió en el colegio Think About (uno de los más prestigiosos de la ciudad de Londres), donde logró más sobresalientes que amistades. Su inteligencia le granjeó tantos recelos como la constante ostentación que hacía de ella. El primer día en que ingresó en la Universidad de Oxford se presentó ante el rector con una libreta, en la que había apuntado doce sugerencias para mejorar su funcionamiento. Ninguna se aceptó mientras formaba parte de la facultad, pero todas se adoptaron más tarde, tras arduas deliberaciones de la Congregación.
Matthew Clever se sintió muy ofendido e infravalorado, así que decidió que jamás lucharía por nada ni por nadie. Comenzó cinco carreras científicas en Oxford y no terminó ninguna; no lo necesitaba. Heredero de la fortuna de su padre, un noble terrateniente del norte de Inglaterra, su única motivación consistía en demostrarse a sí mismo (y muy de vez en cuando a los demás) lo inteligente que era. Llevaba una vida retirada en una mansión campestre donde la hiedra se acumulaba en las paredes, a la vez que unas canas prematuras se adosaban a su pelo. El único contacto que mantenía con el exterior era la lectura de las gacetas científicas que, por aquel entonces, comenzaban a proliferar.
 
En una de esas publicaciones, fechada en 1769, leyó que un tal James Watt había patentado un ingenio al que llamaba “máquina de vapor”, capaz de transformar la energía térmica en energía mecánica. Sorprendido de que aquello supusiese una revolución, reunió a diez lores que conocía su padre para demostrarles que él ya la había inventado cinco años antes. Les enseñó su libreta, en la que había trazado unos planos que explicaban sus principios. Después de echarle un vistazo, el lord de mayor edad tomó la palabra:
–Como sin duda habrá leído, Watt no solo ha presentado la patente. También ha fabricado un modelo que funciona, o al menos así lo creen los técnicos. Si usted lo tenía tan claro, ¿por qué no intentó producir la máquina?
–Producir máquinas es una labor que carece de interés para mí, señor Wiggins. No pretendo ser el primero en construir ingenios revolucionarios, sino en concebirlos. Si analiza la Historia, comprobará que todas las creaciones se estropean en cuanto salen de la mente de su inventor. Se estropean al producirse y se estropean al utilizarse, manchándose para siempre el honor de quien las ha ideado. Yo no me expondré a semejante oprobio.
Nadie fue capaz de convencerle de que obrase de otra forma. A partir de entonces, cuando Clever leía que alguien había patentado un artilugio cuya primacía intelectual creía pertenecerle, enviaba una carta al Registro de Patentes con las siguientes palabras: “Yo lo concebí primero”. Después adjuntaba los planos y apuntes que, según él, demostraban su autoría. Pero, por muy detallados y precisos que fueran o parecieran, los documentos no tenían fecha. En el registro pensaban que se trataba de un mentiroso que intentaba usurparle el mérito al auténtico inventor y los desechaban nada más verlos.
Cansado de escribir esas breves cartas, Matthew Clever decidió ir un paso más allá. Corría el año 1787 cuando ordenó al mayordomo –su único criado– que copiase lo siguiente:
“Yo, Lord Matthew Clever, inventor intelectual de la máquina de vapor Clever (decisiva evolución de sus rudimentarias predecesoras), el globo de aire caliente, la lámpara de aceite y la hélice, les anuncio que recibirán en los próximos años la petición de una nueva patente relacionada con el vapor y un medio de transporte ya conocido. Estimo que los ingenieros que produzcan el invento tardarán al menos una década en adquirir los conocimientos que he alcanzado. Estén atentos.
 
De no haberla visto primero Wilfred Jamison, el destino más probable de la carta hubiese sido la hoguera. Jamison trabajaba en el Registro de Patentes y, aunque su deseo era ser fabricante de máquinas, carecía de la capacidad necesaria. Mas no carecía de sagacidad y ciertas habilidades técnicas. Decidió enviar una carta a Clever prometiéndole que le otorgaría la patente si le mostraba las pruebas. La firmó con el sello oficial del registro, pero no con la rúbrica del jefe como era costumbre, sino con la suya. Clever no esperaba esa respuesta ni ninguna otra, de modo que invitó a Jamison a su residencia para hacerse una idea más clara de sus propósitos.
Al contemplar la mansión, Jamison comprendió por qué Clever no se había molestado en patentar sus inventos. Se imaginó fumando un puro en los amplios pasillos de hierba, mirando por las quince ventanas blancas que jalonaban el edificio y acariciando sus paredes color caoba. Clever debió de leer los ojos ambiciosos de su invitado y le instó a sentarse fuera, en una mesa ubicada en mitad del jardín. El mayordomo trajo una segunda silla y les sirvió té.
–Bien, señor Jamison. Déme una razón para que le enseñe los planos de mi invento.
–Señor Clever, la razón es tan cristalina como los beneficios que supondría la patente.
El anfitrión chascó la lengua, bajó la barbilla y habló en tono desdeñoso mientras negaba con la cabeza.
–Veo que es tan estúpido como sus compañeros del registro.
–¿Por qué lo dice? —preguntó Jamison en un tono de curiosidad científica.
–Por varias razones. En primer lugar asegura que mi patente me proporcionaría beneficios, cuando ni siquiera sabe qué es lo que he inventado. En segundo lugar supone que me interesa el dinero, cuando si así fuera me habría molestado en patentar mis creaciones anteriores. En tercer lugar (y esto es lo más grave y lo más estúpido) pretende engañarme.
–¿Por qué lo dice? —repitió Jamison, con la boca semiabierta y las cejas levantadas.
–Usted no acude en nombre del Registro de Patentes, sino a título personal. Es tan obvio... incluso su expresión de incredulidad es lo más ridículo que he visto nunca.
Jamison apuró su taza de té antes de contestar.  
–Usted supone que soy estúpido. En cambio, yo supongo que usted es inteligente. No albergaba la esperanza de engañarlo por mucho tiempo. Le pido disculpas.
–Muy bien, pero le recuerdo que no estoy haciendo suposiciones, sino afirmaciones. Y ahoga dígame, ¿qué es lo que pretende? ¿Para qué desea ver mis planos?
–En parte es por curiosidad. Mi padre fue maquinista. Siempre se quejaba de su trabajo: horas y horas guiando los carros por tablas de madera que se torcían o partían con frecuencia... Solía llevarse a mi madre porque era la única forma de que estuvieran juntos. Fui engendrado entre los caballos que se utilizan como fuerza de transporte. Por lo que dice en la carta, intuyo que usted podría mejorar eso, ¿verdad?
–¿Mejorarle a usted? Lo dudo mucho. En cuanto a los carros, tal vez podría mejorarlos. Y también podría equivocarse de plano, o de pleno. No sería la primera vez.
Jamison ignoró las ironías de su interlocutor y continuó hablando con tranquilidad.
–Me he apostado una semana de rondas cerveceras con uno de mis compañeros del registro. Él dice que usted es un majadero; yo digo que quizá sea un genio. Tal vez ha inventado de veras el globo, la lámpara de aceite, la hélice y la nueva y mejorada máquina de vapor. En tal caso, me gustaría saber por qué ha guardado esas maravillas… encerradas en su propia mente.  
–Es donde mejor están, a salvo de los políticos y de los curiosos.
–Señor, ¿no cree que es obligación de todos contribuir al progreso? Algunos solo aspiramos a pequeñas cosas. Pero usted, con su cabeza... podría hacernos avanzar diez años en el tiempo.
–Y entonces seríamos todos más viejos. No veo motivos para...
Clever iba a tomar un sorbo de té; una sucesión de estornudos se lo impidió. Un movimiento reflejo de su brazo provocó la caída de la taza, que se partió en numerosos fragmentos.
–Oh, maldita sea.
–No se preocupe.
Jamison se acuclilló, recogió con cuidado los trozos y los dejó encima de la mesa, ante la mirada indiferente del dueño de la mansión. 
–Gracias, pero no requiero de nuevos sirvientes.
–No soy su criado, pero puedo convertirme en su colaborador. Mi padre me enseñó mucho acerca de las máquinas. Si de verdad ha encontrado una forma de optimizar los carros, o algún otro medio de transporte, me encargaría de la aplicación de esas mejoras. ¿No le gustaría ver cómo su creatividad se convierte en la admiración de todo el imperio?
 
Clever se pasó el dedo índice por los labios durante unos segundos, mientras fijaba su vista en el cielo gris que amenazaba tormenta. Después entrecerró sus ojos afilados y escrutó el rostro de Jamison.            
–Así que pretende hacer un trato conmigo. ¿En qué condiciones?
–Repartiríamos los beneficios a partes iguales. Solo ha de prestarme los documentos en los que detalla su creación. Yo me encargo de todo lo demás. Por supuesto, usted figurará como el inventor en el Registro de Patentes.
Clever se levantó de pronto, con tanta brusquedad que tiró varios de los trozos que Jamison había recogido.      
–¿Qué clase de trato es ese? Yo le ofrezco mi inteligencia y usted, a cambio, su mano de obra. ¡Y pretende repartir las ganancias a partes iguales, como si valiera lo mismo la una que la otra!
–Las cifras son negociables.
–No me interesa. En ese acuerdo solo ganaría usted. Ahora márchese de mi casa y no vuelva nunca más.
A la semana siguiente, Matthew Clever vio por primera vez su nombre en una gaceta. The Sensationalist publicó un artículo protagonizado por “un demente que se considera autor de algunos de los inventos más importantes de las últimas décadas”. Como prueba se reproducía la última carta que el loco había enviado al Registro de Patentes. Ningún lord volvió a visitar a Clever y las hiedras siguieron campando en su mansión.

jueves, 18 de abril de 2013

Escritores freelance: ¿expansión o cautiverio de la creatividad?



Hoy quiero tratar el tema de los escritores freelance o por encargo (también llamados escritores negros, según el contexto). Son esos redactores que buscan, normalmente en internet, toda clase de oportunidades para ofrecer sus servicios profesionales y escribir los artículos que se les reclaman, por un precio acordado de antemano. Tal vez ya conozcáis algunas de las webs donde publican ofertas. Adjunto unas pocas a modo de ejemplo:  http://www.infolancer.net/ http://www.trabajofreelance.com/ http://www.twago.es/
 
Debes registrarte, crear un perfil que dé confianza al potencial cliente y pujar por las ofertas que más te interesen. Solicitan artículos de casi todas las temáticas imaginables. También existen otras webs donde se publican reseñas de libros o artículos y los autores reciben dinero en función de la respuesta del público, por lo general manifestada a través de los clics en la publicidad: http://es.shvoong.com/ (donde ya he publicado mi primera reseñahttp://suite101.net/ valgan como ejemplo. Hay que atenerse a las normas que te indiquen y a veces, antes de empezar a publicar, tienes que superar algún tipo de prueba de redacción.
 
Apenas estoy empezando a explorar este mundo, pero creo que está lleno de posibilidades. Sabéis que mi vocación es escribir, y que me gusta hacerlo con absoluta libertad, dejándome llevar por la imaginación. Pero en unos meses terminaré el máster sobre periodismo cultural que estoy realizando y debo buscar la manera de conseguir ingresos. No es una cuestión sencilla con la crisis general y la de los medios en particular. Ese es un tema que tal vez trate en próximas entradas. De hecho, ahora estamos preparando como actividad del máster unas jornadas que tratarán sobre el futuro del periodismo cultural. Se celebrarán los días 3 y 4 de junio en Barcelona, en una de las sedes de la Universidad Pompeu Fabra. Os dejo los enlaces a las webs donde iremos informando en los próximos días: http://futurocultura.wordpress.com/ https://www.facebook.com/FuturoPeriodismoCultural?ref=hl https://twitter.com/futurocultura
 
Volviendo al tema de la entrada, la escritura por encargo es una de las opciones que barajo actualmente, junto con la publicación de mi obra (dos novelas, dos libros de relatos y uno de poesía, aunque no todos han sido revisados aún) en Amazon. Para los más interesados en Amazon, os recomiendo que leáis mi reportaje al respecto: Escritores autopublicados en Amazon
 
Me siento capaz de escribir sobre ámbitos bastante variados (literatura, escritura, periodismo, cine, arte, política, deportes, ciencia, videojuegos…) Este blog es una buena muestra de la amplitud de mis intereses, aunque obviamente no se puede ser un experto en todo. Pero, entre especializarme en uno o dos temas o acercarme a muchos de ellos, mi curiosidad insaciable me empuja a lo segundo. Creo que en eso coincido con la mayoría de escritores y periodistas culturales, al margen del camino profesional que hayan podido labrarse.
 
¿Qué opináis del mundo de los escritores freelance? ¿Supone la muerte del autor creativo, o una oportunidad de garantizar su sustento mientras sigue experimentando con sus obras más personales? ¿Alguno de vosotros se ha adentrado ya en la redacción de artículos por encargo?

martes, 9 de abril de 2013

Mójate

La naturaleza también necesita esparcirse

o se tomará su venganza.

Quizá los parques no deberían hacerse

para el descanso de los hombres,

sino para el alivio de los árboles.

 

La vida reluce bajo la lluvia,

la celebra mientras nos refugiamos

en coches, bares, paraguas y vigas de acero.

 

Al habitante de la urbe le enceguece su propio ruido.

No le molestan los motores ni los taladros,

ni el fuerte olor de humo y alquitrán.

Pero la fina lluvia le horroriza.

 

Al ciudadano la vista no le alcanza

para captar todos los estímulos que recibe,

ni el olfato a determinar la procedencia de los aromas,

ni el oído a reconocer las voces que le rodean.

Mas aunque lo lograra, sería tan insuficiente…

 

La burbuja de las urbes palidece

ante las charcas del camino.

Y es tan pequeño el pie humano

bajo el ceño tenaz de la montaña.

 

La paz de la naturaleza es engañosa. 

Si hemos huida de ella es porque nos asusta

el tacto áspero del viento libre,

nuestro reflejo débil en las aguas del lago,

las piedras duras que sepultan

tacones y ropa de marca.

 

El hombre es el único animal que nada a contracorriente

y el único que tiene prisa.

A un pato nunca se le ocurriría.

lunes, 1 de abril de 2013

Juicio a un escritor

 
El blog ha superado las 50 000 páginas vistas. Estoy muy contento de que haya ido ganando visibilidad gracias a la paciencia y el interés de todos vosotros. Muchas gracias por leerme, por comentarme, por darme ideas y enseñarme mis equivocaciones. En las últimas semanas he frenado algo el ritmo de actualización, pero todavía me quedan muchas historias por contaros. Hoy publico Juicio a un escritor, el relato que da título y cierra mi libro de cuentos. Os recuerdo que podéis adquirirlo en formato ePUB y PDF por menos de un euro en la editorial digital Peopleebooks. Espero que os guste y que sigamos en contacto a través del blog. ¡Un abrazo a todos y gracias de nuevo!


Juicio a un escritor

Reconozco que, pese a haber tenido alguna pesadilla con ello, no esperaba que mi libro (y yo con él) acabásemos en el juzgado. Cuando comencé a escribirlo solo me preocupaba cumplir los plazos y dejar satisfecho al cliente. Me había pedido una trama sencilla: una mujer de treinta años, casada desde hace dos con un empresario de cincuenta, le es infiel con un joven que aún va al instituto. El marido los asesina a ambos de manera perfecta y precisa, por ejemplo atropellándolos con una excavadora, sin que jamás la policía averigüe su responsabilidad en el crimen. El empresario viaja después a las Bahamas para disfrutar de unas vacaciones y prosigue su vida sin el menor remordimiento y con un alivio inconfesable.
Desconozco si mi cliente, de unos cincuenta años de edad, pretendía cumplir en la ficción lo que resultaba impracticable en la realidad. Me exigió, en cualquier caso, que la novela estuviera terminada dos semanas más tarde, cuando regresaría de “un viaje de negocios”, prometiéndome cien mil euros si el resultado le convencía. Desde que abrí mi editorial “Su libro a la carta” nunca había recibido a alguien tan generoso. Lo habitual era que regateáramos el precio como en un mercadillo árabe y que al final la cuantía rondara los mil euros, en función sobre todo del número de páginas a redactar.

Las reglas son simples: firmamos un contrato que establece las líneas maestras del libro que el consumidor pretende que le escriba. También fijamos un plazo de entrega, el precio y la forma de pago. Yo me comprometo a lograr un cierto grado de verosimilitud y una redacción, si no literaria, al menos correcta. Si el cliente no queda conforme le ofrezco la devolución del dinero, en caso de que existan motivos fundamentados para su insatisfacción.

En varios meses no recibí ninguna queja. Todos los compradores habían abrazado y pagado mis productos, que en realidad les pertenecían y que no tenía el menor interés en conservar. Con este cliente, sin embargo, me acechan los problemas. Vestía una corbata gris, camisa blanca y chaqueta oscura (en todas las sesiones judiciales ha llevado ese mismo traje, como si quisiera retrotraerme al momento de la firma del contrato). Durante la negociación solo había incidido con ligero acento italiano en que el asesino (aunque él lo llamaba justiciero) quedara impune, y en la prontitud con que deseaba recibir el único ejemplar, justo a la vuelta de su viaje. Incluso me ofreció correr con los gastos de encuadernación. Me negué porque cien mil euros son muchos euros y no venía de unos pocos. La innecesaria pregunta que le formulé cuando ya todas las demás condiciones se habían concretado puede ser ahora mi perdición:

–¿Desea usted que los amantes mueran de algún modo particular?

Apartó la vista y respondió con tono indiferente, sin mirarme a la cara y encogiéndose de hombros:

– Que el justiciero los atropelle con una excavadora.

Su respuesta me sorprendió, pero interpreté que lo decía a modo de ejemplo. No insistió en absoluto; bien podían morir como consecuencia de un pistoletazo, de una puñalada o quizá al ser empujados por un enmascarado invisible en lo alto de la terraza donde se besaban con pasión. Incluí lo de la excavadora como mera curiosidad, pensando que ya lo solucionaría más adelante. Me apresuré a imprimir el papel con todos los datos y premisas. Lo leyó despacio, asintió y estampó su firma, que en nada recordaba a su nombre (Patricio Lamoretti). Me sonrió y me estrechó la mano casi sin fuerzas, como si deseara que sus dedos se escabulleran entre los míos. En cuanto se retiró cerré la oficina y corrí hasta mi domicilio, pues debía escribir doscientas páginas en quince días.
Me puse a ello con el entusiasmo que da saber que tu trabajo se va a traducir en cien mil euros. Inventé situaciones que exacerbaran la culpa de la mujer y la estupidez de su amante; describí escenarios que evidenciaran la honradez del marido y sus virtudes. Más que escritor, me sentía como un abogado que defendía al criminal por todos los medios. Cumplí con lo que se me había encargado, pero me resultaba difícil respetar el criterio de verosimilitud con un atropello excavadora mediante. Se trataba de una forma escandalosa y descerebrada de culminar una venganza tan razonable. ¿Cómo iba a escapar el asesino de la justicia, si los rastros eran tan ostentosos?

Llamé en repetidas ocasiones al número que Patricio Lamoretti me había dejado a regañadientes antes de marcharse. Quería explicarle que ese detalle perjudicaba la credibilidad de la historia. Quería preguntarle, en suma, si el atropello era un ingrediente imprescindible de la novela o si, como me había parecido, podía reemplazarse por una alternativa más sutil y elegante.

Nunca me contestó ni volví a oír su voz fuera de los juzgados. Tomé la decisión, que entonces no se me antojó demasiado arriesgada, de matar a la pareja de otro modo. Convertí al marido en un aficionado a las armas de fuego, le hice acariciar en un par de escenas un fusil de francotirador y finalmente le obligué a disparar dos veces, sendos aciertos en las cabezas de los amantes. Una vez resuelta esa complicación concluí la novela en poco tiempo. En cuanto al título, opté por “Cuando morir es lo justo”, que consideré apropiado a los sentimientos de simpatía o empatía que había atribuido a mi cliente con respecto al asesino.

Le entregué el libro a Lamoretti en la fecha prevista, encuadernado en piel. Advertí un curioso empeoramiento de su aspecto físico, como si en vez de cincuenta años aparentase cerca de sesenta. Su pelo corto parecía más gris y su expresión más arrugada. Agarró el volumen con impaciencia y se despidió enseguida.
Es muy fácil expresar un mal presentimiento después de que se haya cumplido, pero no miento al afirmar que me olí impuntualidades en el pago. Quizá al comprador se le había hundido un negocio y ya no creía que una novela personalizada valiera cien mil euros. Nunca imaginé, de todas formas, que en la teórica mañana del ingreso recibiría la comunicación de una denuncia por fraude. ¡Qué sinsentido! Lo único reprobable en mi texto es la justificación –o incluso el aplauso encubierto– de un crimen pasional. Pero el libro no pretende hacerse un hueco en las grandes editoriales ni ser leído por miles de personas a las que podría malear. Se trata de un pedido. Yo me limité a seguir las instrucciones del cliente, con el anecdótico desliz de cambiar una excavadora por un fusil de francotirador en beneficio de la verosimilitud de la trama.

No sé lo que decidirá el juez mañana. No solo me arriesgo a perder los cien mil euros; Lamoretti pretende recibir una cuantiosa compensación. Además, el caso ya ha sido engullido por las apisonadoras mediáticas y temo que el desprestigio me obligue a cerrar el negocio, incluso si la sentencia me favorece. ¿Cómo voy a sobrevivir entonces? ¿Tendré que volver a las penosas situaciones de mi juventud y arrastrarme por innumerables editoriales suplicando que lean mis textos?

He renunciado por completo a crear. No soy un escritor, sino un obrero que construye con letras los edificios de ficción de un arquitecto que le paga. ¿Qué mal existe en ello? ¿Tan importante es sustituir una excavadora por un fusil de francotirador? ¿Acaso no es la muerte igual de irreversible? ¿Acaso no son inofensivos los asesinatos de mis historias…?
 

lunes, 18 de marzo de 2013

Kosmopolis: más que literatura


El sábado pasado finalizó la última edición de Kosmopolis, el llamado festival de la literatura amplificada que se ha celebrado en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Nunca había podido acudir y me he quedado con ganas de más, ya que la concentración de eventos entre el jueves y el sábado fue tan intensa que daban ganas de desafiar las leyes de la física para intentar personarse en dos o tres lugares a la vez. De física, de astronomía y de biología se ha hablado en Kosmopolis en un acertado empeño en relacionarlas con la literatura. Ciencia y arte son los mayores logros siempre inacabados del ser humano, con los que recuperamos la fe en que la inteligencia que hemos adquirido a lo largo de los últimos miles de años no ha sido una lamentable conjunción de genes.
 
No hablaré de las charlas sobre ciencia porque no he podido asistir a ellas (a ver si saco tiempo para buscarlas en internet). Sí visité la recomendable exposición sobre Roberto Bolaño, que seguirá abierta hasta el 30 de junio. La vida del autor chileno, que por desgracia murió hace diez años, es un espejo muy válido para los jóvenes que sentimos pasión por la escritura. Se abrió camino a base de ganar concursos de provincias y ahora su obra ha sido traducida a decenas de idiomas, transformándose en un autor de buena pegada comercial sin perder nunca el carácter que lo convirtiera en un escritor de culto. La exposición está llena de manuscritos suyos, junto a otros documentos audiovisuales inspirados en sus libros.
El viernes por la noche estuve en el Poetry Gran Slamen el que diez poetas recitaron sus versos acompañándolos de una pequeña performance. Se oyeron vocablos en muchas lenguas, cada uno tenía su propio estilo, pero un mismo propósito alimentaba sus actuaciones: la reivindicación de la palabra y de la poesía como una manifestación cultural que no tiene por qué ser exclusiva de una minoría selecta. Y a fe que lo consiguieron, porque no solo congregaron un buen número de espectadores, sino que además lograron que se divirtieran e implicaran.
El Poetry Slam tiene sus propias reglas, entre ellas la de otorgar a cinco miembros del público la decisión de quién se convierte en el ganador. Como lo mejor es que lo veáis vosotros mismos os dejo un video de Dani Orviz, el campeón de Europa en esta especialidad y vencedor de la edición de Kosmopolis 2013:
 
 
El sábado por la tarde asistí a algunas de las sesiones del book camp, donde se abordaron asuntos como el futuro del libro digital, las trasformaciones del periodismo cultural, las estrategias transmedia para extender una narración en diferentes formatos, el papel de las revistas digitales, las formas de utilizar las redes sociales de forma creativa y sin caer en el autobombo… siempre moviéndose entre el presente y el futuro, tratando de anticipar tendencias y allanar los caminos de la innovación. Os dejo los enlaces de varias revistas literarias interesantes, ya que son los medios independientes, más flexibles y audaces, quienes tienen mayores posibilidades de romper la ortodoxia y recomendar (antes que promocionar) lecturas originales y alternativas.
 
En resumen, solo queda agradecer a Kosmopolis su apuesta por la literatura en su visión más amplia e integradora. Eventos así nos recuerdan que el mundo de los libros está conectado con la sociedad en su conjunto y que la cultura es un valor que trasciende lo económico, capaz de emocionar, transgredir, renovar y purificar. Hoy tanto como siempre, o quizá más que nunca.   

viernes, 8 de marzo de 2013

¿Apocalipsis o esperanza cultural?

Hace poco leí “La civilización del espectáculo”, el ensayo en que Vargas Llosa reflexiona sobre la decadencia y la destrucción de la cultura en nuestros tiempos. “La cultura está a punto de desaparecer, y acaso haya desaparecido ya”, afirma en las primeras páginas. La visión del escritor es claramente apocalíptica. Vivimos en un mundo en que “la cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”. Los productos que fabrican las industrias del cine o la literatura ya no tienen voluntad de perdurar en la memoria y el cerebro de sus consumidores. Se trata solo de generar dinero. Libros y películas son engullidos como hamburguesas. A esto ha conducido, según él, la democratización de la cultura: a la pérdida de su función crítica e intelectual, con la sustitución de escritores y filósofos por futbolistas y actores como referentes de la sociedad.  
 
Vargas Llosa también critica las manifestaciones artísticas recientes, que han abandonado la búsqueda de la belleza. En la misma línea se manifiesta el sociólogo Baudrillard, para quien “toda la duplicidad del arte contemporáneo consiste en reivindicar la nulidad, la insignificancia, el sinsentido y la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado”.
Nadie duda de que Baudrillard y Vargas Llosa estén en disposición de establecer juicios de valor estético, y de que sus conocimientos les permiten una visión de conjunto de la historia del arte. Yo soy el primero en defender la lectura de los clásicos y el estudio de las corrientes artísticas del pasado. Sin embargo, nadie tiene el derecho a imponer su visión personal al conjunto de la sociedad. Quizá la gran pregunta sea: ¿para qué sirve el arte? Las respuestas pueden ser variadas: entretenimiento, posibilidad de enriquecerse, de adquirir popularidad… pero creo que su más noble función es su capacidad de ejercer como barrera crítica inalienable, de frenar la opresión y estimular la libertad y la creatividad.
Partiendo desde ese principio, el arte no debe limitarse a la búsqueda de la belleza. Quizá una obra bella se justifique por sí misma, pero necesita algo más para ser trascendente, al menos en estos tiempos en que nos hallamos saturados de “belleza artificial”.  Los artistas deben ser inquietos, experimentar, transgredir… y sus acciones han de ser significativas, sin dejarse arropar por la exageración y la ironía más dócil. Solo así sus actividades (incluso sus desmanes) encontrarán justificación y sentido.
Muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo pecan de banales, no me cabe duda, y sus creadores no son muy diferentes de quienes especulan en los mercados bursátiles. Se aprovechan de la mercantilización del arte, del gusto por lo excéntrico que caracteriza a los medios de comunicación y de la pérdida de referentes estéticos para vendernos tiburones a precio de diamante. Por fortuna son solo una parte del entramado, aunque con frecuencia la más visible.
Según Lewis Carroll, “la esencia de la literatura es intentar imaginar la luz de una vela cuando se ha apagado”. Pero, ¿por qué no tratar de encender la luz reflexiva en medio del caos de neón en que nuestros ojos deambulan, sonámbulos? ¿O por qué no alumbrar lo oscuro, aquello que solo nos atrevemos a vivir a través de la ficción o lo imaginado? Decía Tolkien que sus personajes poseen todos la virtud de la valentía, mientras que él era un cobarde. Si los artistas y sus públicos no se atreven a explorar con audacia el mundo contemporáneo, la sociedad quedará condenada a la sumisión y al silencio.    

viernes, 1 de marzo de 2013

Del paracaídas al cielo

A sus 64 años nadie tenía derecho a decirle cómo debían hacerse las cosas. Él ya sabía todo lo que necesitaba para vivir y para volar. Había combatido en la Segunda Guerra Mundial al mando de una brigada paracaidista del Ejército de los Estados Unidos. ¿Cómo iba a admitir a estas alturas que le enseñaran la manera de abrir el artefacto que había llegado a ser una prolongación de su propia piel? ¡Qué despreciable forma de insultar su inteligencia! Y encima le recomendaban que hiciera un curso preliminar y que se dejase acompañar por un experto. Qué irrisorios serían los conocimientos de cualquiera comparados con los que él había atesorado en su dilatada experiencia militar, repleta de aterrizajes en el corazón de las líneas enemigas.
 
Había visto el anuncio en un cartel situado enfrente de su casa. “Curso de paracaidismo. Salte de la mano de un experto, sin ningún peligro, y disfrute de una experiencia única”, rezaba. Para él no sería única y la ausencia de riesgo le irritaba más que tranquilizarle. Pero quizá le serviría para recordar los tiempos en que luchaba contra los nazis. Estaba harto de la vida moderna, de la televisión y de los ordenadores, ese extraño invento que fascinaba a su hijo (a quien no veía desde hacía años).
Se decidió rápido. Saltaría en paracaídas al día siguiente, sin necesidad de cursos previos ni de un instructor que le cogiera de la mano. Apuntó el número en un papel y llamó por teléfono en cuanto llegó a casa.
–Quiero saltar mañana —dijo en un tono castrense.
Una simpática voz de mujer le respondió al otro lado de la línea.
–Señor, está todo reservado esta semana. Pero, si lo desea, puedo guardarle una plaza para el próximo jueves.
–Muy bien, que así sea —gruñó.
–Le recuerdo que la edad máxima para saltar es de 65 años.
–¡No son tan viejo, maldita sea!
No era tan viejo, pero casi (aunque su estado físico tenía poco que envidiar al de un hombre de cincuenta). Iba a cumplir los 65 el viernes siguiente. Se regalaría ese salto y demostraría que aún podía ser paracaidista sin ninguna ayuda, a diferencia de todos esos jovencitos a los que había que abrir el cordón de apertura para que no se estrellaran.
El jueves por la mañana se enfundó su vieja chaqueta militar, de color verde oscuro y ennoblecida por la dorada Medalla al Honor que le había otorgado el presidente Truman por su intrepidez en combate. Se colocó con la espalda muy recta en el asiento de su Jeep. Hacía meses que no lo lavaba porque el polvo que lo cubría le daba prestigio.
Condujo hasta el aeródromo situado a las afueras de San Antonio. Le adelantó por la carretera un Ferrari descapotable conducido por un joven con gafas de sol. Llevaba la música a todo volumen (una horrible melodía pop desfasada antes de nacer). El viejo le miró un momento con furia antes de que se perdiera por las curvas ondulantes como la estela de un cohete. ¿Qué habría hecho ese chico para merecer un Ferrari? Nada, seguramente. A los jóvenes se lo dan todo hecho, pensaba, y por eso pueden vivir en la Luna y de la Luna. Esa era la gran noticia del año: la llegada a la Luna. ¡Qué mundo tan absurdo!
Las fotografías de los paisajes lunares no le impresionaban, pues había visto otros similares formados por las explosiones de las bombas. Pero eso no lo sabían los aficionados que esperaban en el aeródromo, mientras él dejaba el Jeep en un aparcamiento al aire libre. Ninguno de sus compañeros, si podía llamárseles así, superaba los cuarenta años. La mayoría, vestidos con camisetas de manga corta y colores chillones,  reían y hablaban entre ellos y con los expertos que iban a explicarles lo que él ya había aprendido mucho tiempo atrás.
Un helicóptero reposaba en el centro de la pista, de unos trescientos metros de longitud. El aire cálido empujaba una nubecilla de polvo que el viejo inspiró con placer. El intenso calor le aportaba una dosis de tensión necesaria. Se acercó al grupo, compuesto por ocho personas más dos instructores, con la frente y el cuello bien erguidos.
–Buenas tardes. ¿Usted es… Jeff Warrock? —preguntó un tipo rubio consultando una hoja de papel.
–Sí, soy yo. Estoy listo para saltar.
Unas risitas surgieron a su alrededor. Warrock les dirigió sus arrugas, su tez curtida y sus ojos saltones. La dureza de su mirada apagó al momento las burlas. Uno de los instructores le contestó que primero darían una clase teórica y que no saltarían hasta la semana que viene. Warrock chascó la lengua y negó con la cabeza.
–No necesito ninguna lección. Comprendo lo que significa ser paracaidista mucho mejor que cualquiera de vosotros. Hoy hace un día estupendo y no voy a esperar. Quien se atreva, que salte detrás de mí.
Se dirigió sin que nadie pudiera detenerlo hacia el paracaídas, que se hallaba entre el helicóptero y los aficionados. Pese a las protestas de los instructores, sujetó el artefacto (de color rojo, con manchas amarillas) con su mano izquierda y comenzó a explicar con la derecha cómo se colocaba dentro del contenedor, el modo de activar el cordón de apertura y la forma correcta de embutirse el arnés, el casco y las gafas.        
Unos minutos después, un corro de mujeres y hombres sentados en el suelo escuchaba atentamente a Jeff Warrock desgranando todos los secretos del paracaidismo. Sus bocas no se abrían salvo para preguntar algunos detalles que no les habían quedado claros y que el viejo resolvía sin dificultad. Se sentía como el capitán de una brigada de soldados novatos a los que instruía en los momentos previos a un salto que podía ser mortal o glorioso, pero nunca trivial. Pese a su aspecto de pijos frívolos y malcriados, se mostraban inquisitivos y con ganas de aprender. Los instructores, al principio reacios a aceptar la intrusión, se colocaron junto a los otros, al evidenciarse que el último en llegar aventajaba en mucho sus conocimientos.
–Bien, ha llegado el momento de observar a un auténtico experto en acción. Este helicóptero tiene seis asientos, así que cinco de vosotros subiréis conmigo.
Jeff Warrock se montó en el aparato, un modelo azul de pequeñas dimensiones. Antes de enrolarse en la brigada de paracaidistas había gobernado un caza y, comparado con la rapidez y precisión que le exigían los aviones enemigos, el manejo del helicóptero se le antojaba un viaje de placer. Tampoco le impresionaban los numerosos indicadores circulares de la cabina ni las dos palancas que debía controlar. En realidad le parecía un pájaro amaestrado y sin carácter.
Los cinco pasajeros incluían a un instructor, que le reemplazaría como piloto cuando se arrojase a tierra. El viento era leve y el cielo se encontraba despejado. El despegue se efectuó con limpieza. Warrock utilizó la palanca derecha para controlar la dirección y la izquierda para regular la velocidad. Los pasajeros se asomaban desde los asientos y observaban admirados cómo el viejo piloto les llevaba hacia algún punto de la atmósfera, desde el que se lanzaría sin más protección que el paracaídas. El instructor, por su parte, vigilaba el mapa de ruta, los movimientos de Warrock y el indicador de la altura. Tras media hora de viaje le advirtió de que rozaban los 4000 metros.
–Ya lo sé. No te preocupes. Calla y mira, que ya te avisaré cuando sea tu turno —gritó por encima del ruido del motor.
Warrock bullía de placer en su hábitat. De haber podido controlar la gravedad, habría construido su hogar en el aire. Llevaba una década sin volar y, pese a que sus capacidades no eran las mismas que en el pasado, se creía invulnerable. Aun contra su voluntad no pospuso en exceso el momento del salto. Consultó el mapa y avisó al instructor de que iba a abandonar la cabina, así que debía sustituirlo de inmediato. El cambio se efectuó con presteza, aunque hubo dos segundos en los que el helicóptero se tambaleó sin gobierno y amenazó con caer en picado, provocando algunos gritos en las plazas traseras. Pero pronto el nuevo piloto recuperó el control y enderezó la máquina.
Jeff Warrock se puso el casco y las gafas y agarró con fuerza el paracaídas. El tacto de la tela le pareció menos regio que en tierra. Tanto daba. Una corriente de aire le sacudió el rostro mojado en sudor. Se colocó el arnés sobre los hombros y se despidió de su tripulación con un movimiento de la mano. No logró evitar un temblor en los dedos al fijar el arnés a sus piernas. Dejó que esa excitación inigualable que no había experimentado desde la guerra recorriera cada célula de su cuerpo. Antes de saltar todavía se giró y distinguió sombras que le animaban cerrando los puños en un gesto de coraje.
Se irguió y sacó pecho, con el orgullo de quien se sabe ganador de la batalla, para medirse una vez más –la última– a la fuerza de la gravedad que se concentraba en su figura. Se precipitó desplegando los brazos como alas y gritando algo contra los nazis. Cayó a una velocidad de 200 km/ hora; más rápido se deslizaron las imágenes en su cerebro. Vio a sus primeros reclutas, su primer paracaídas, a su primera mujer, a la última y a su único hijo, que debía de vegetar frente a un ordenador. Cerró los ojos y se recreó en aquellas evocaciones. Mientras descendía al abismo sintió que su masa se descomponía en el cielo. El paracaídas nunca se abrió.
 
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