A raíz de su visionado, me he puesto a recordar mis anteriores etapas en
el sistema educativo público, siempre tan criticado incluso antes de que los
recortes le afectaran. En los dos o tres últimos años de instituto, los
estudiantes pugnábamos porque el profesor nos quitara unas líneas que estudiar
del libro de historia, y jamás mirábamos la página que había sido descartada.
Solo queríamos respuestas claras. Si un docente no nos daba una contestación
directa y simple, nos parecía que era un ignorante o que se estaba burlando de
nosotros.
Creo evidente que todos los niños nacen artistas y científicos. No hay
más que mirarlos: su deseo de experimentar y de aprender es infinito. El mundo
se les queda pequeño… por eso tantos desean ser astronautas. Sin embargo, algo
de alienante y de represor debe de haber en la educación que se les imparte,
cuando en la adolescencia solo quedan retazos de su maravillosa inquietud infantil.
A los quince años, la curiosidad intrínseca del ser humano ya está suprimida,
en muchos casos para siempre, y solo prima en la mayoría de estudiantes una
visión utilitaria de la educación: “estudio esto, saco una nota, mis padres me
dejan en paz”. El niño se pregunta por los porqués, mientras que el adolescente
se conforma con una básica respuesta al “para qué”.
Por fortuna, este proceso degradante de la curiosidad no es irreversible.
Si uno pone un poco de voluntad, se puede recuperar la fascinación por todas
las cosas que iluminaba la mente del niño. Se puede redescubrir el valor del
conocimiento por el conocimiento (y del arte por el arte). Se puede llegar a la
sencilla conclusión de que es preferible intentar saber algo a ser un completo
ignorante, y que es bueno hacerse preguntas en vez de aceptarlo todo
pasivamente sin siquiera esforzarse en comprender la realidad.
A medida que cumplimos años, nos volvemos menos sabios para la felicidad.
Un niño encuentra la felicidad en cualquier cosa. Cuando se hace mayor (o
menor, según cómo se mire), por lo general ya ha incubado una cadena de deseos
tan desaforados que nada es suficiente para saciar su ansia de felicidad. Se
educa a los niños para ser competitivos porque es lo que la sociedad exige, sin
que se plantee un debate serio acerca de si deseamos una sociedad cada vez más
competitiva en el futuro. Los animales compiten unos contra otros para
sobrevivir, y nadie duda que también somos animales, ¿pero no podría la
inteligencia humana encontrar en el siglo XXI una forma más estrecha de
colaboración entre los hombres y una rivalidad más sana, por objetivos más
nobles…?
Los adultos censuran a los niños como si ellos no tuvieran defectos. Si
la educación no les ofrece los estímulos necesarios para que se desarrollen en
libertad, será señal de su inteligencia que se rebelen contra ella. Porque
quizá la libertad sea un derecho en el plano teórico, pero en la práctica hay
que ganársela y está amenazada por todas partes, incluso por personas que nos
quieren.